SIN CULPAS
La
atmósfera era de pesadilla. Un resplandor rojo se dibujaba en el cielo, tras
los árboles. En las paradas de trenes se oían voces confusas mientras los
peatones iban y venían con prisa; densos nubarrones poblaban el firmamento
entre la luna invisible. Eran las cinco de la tarde y la oscuridad era completa
en el contorno de la casa situada en Beverly Hills.
Sus
rejas, de un brillo patético, desdoblaban los clarines sobre el enigma de los
siglos. Era una vivienda de tablas crujientes y paredes adornadas con tapices.
Pertenecía a Georges Pittman, investigador privado de Manhattan. Las puertas se
mantenían cerradas aunque de vez en cuando Bill Peterson, su cuidador, las
abría para hacer la limpieza. La casa estaba casi abandonada, no existían
mayordomos ni cocineros; el último falleció a bordo del “Falconer”, un barco
que partió de Honolulu rumbo al sudeste.
Bill
hubiera querido marcharse, cierto escalofrío invadía sus huesos cada vez que
entraba a la mansión; según él las ánimas andaban errantes. El ambiente era
hostil pero el gran sueldo lo obligaba a quedarse. Los dueños se lo enviaban
cada mes puntualmente; sin embargo, Bill no cumplía con las tareas porque tenía
pánico de acercarse al lugar. El coloquio con su yo interior le decía que tenía
que mantenerse en su cabaña que se encontraba detrás del cerco de margaritas.
Durante diez años vivió en medio de una cálida
pereza pero una noche se sobresaltó por los ruidos. Apoyó el rostro en el
cristal y vio que se detuvo un coche fúnebre. Dos individuos descendieron el
cuerpo de una joven; detrás de ellos, el chofer y sus ayudantes llevaban el
ataúd. Aquellos hombres parecían soldados griegos de infantería, armados con
escudos, corazas, cascos, grebas, lanzas y espadas.
Bill
Peterson, desde su barraca, sintió como un dictamen que lo empujó hacia la
oscuridad.
Las
habitaciones del piso de arriba estaban con sus cerraduras sueltas unidas por
armellas y las persianas se hallaban corridas; una escalera conducía a la parte
superior en donde había dos cuartos, el escritorio-estudio y un baño. Colgado
de las perchas había un sacón de piel de nutria polaca y una cola de zorro.
La
puerta se abrió despacio. Bill asomó su cara a través de la hornacina.
La humedad y el aroma otoñal invadieron el clima. Un gato pelirrojo lo miró
cautivado con todo el sopor de su esqueleto hambriento.
--Me
llamo Theo --le dijo y arañó sus pantalones.
Un
rehilete cruzó por el aire, quedó adherido a las barras de hierro y provocó un
relámpago vivísimo producido en las nubes por la descarga eléctrica.
Sobre
una mesa había un puñal y una copa veneciana del Renacimiento. Más atrás, se
encontraba la estatua de Perseo (de Benvenuto Cellini).
Bill
acompañó el funeral. Encabezaba la ceremonia el señor Pittman con su
acostumbrado rostro de reptil. Caminaron por un corredor donde a cada lado se
encontraban armaduras de acero y hornos que estaban cubiertos cada uno por una
bóveda que reflejaba el calor. Bill Peterson trataba de contener la respiración
pero el miedo se lo impedía, murmuraba y fruncía imperceptiblemente las cejas.
Vagaba
desorientado por galerías oscuras, tropezaba con objetos, se levantaba y volvía
a caer… Tenía la impresión de que podían suceder los peores acontecimientos sin
turbar la quietud de la casona en la que no existía un soplo de aire.
Bill sintió calor, quiso huir pero un aura se deslizó sobre su cabeza y le dio un golpe. Desde el umbral, una ola de fuego lo envolvió en una tibieza subyugante que hizo quebrar sus fuerzas y lo dejó suspendido en un hueco. Cuando despertó, su cuerpo se encontraba cubierto por capas de polvo, telarañas y grillos. A pesar de todo se sentía como un caballero que, en las cortes de la Edad Media, transmitía mensajes de importancia, ordenaba las grandes ceremonias y llevaba los registros de la nobleza de la Nación; sin embargo, era un pusilánime carcelero.
Bill
escuchó pasos, risas, sonidos, que luego se apagaban y daban paso a una quietud
que lo aterrorizaba aún más. Theo lo miraba mientras lamía sus patas gastadas.
Sintió
manos que lo tocaron y una voz que le dijo:
--¡Vete,
hombre sin coraje, no sirves para nada!
Peterson
escapó de aquel confín de simetrías descoloridas y dejó un exorcismo en las
hendiduras de la fortaleza de tabiques color pardo. Las niguas trepaban las
paredes y aquellas máscaras quedaban atrás entre las ménsulas y los miriñaques.
El aire que corría por el valle envolvía las aguas y las elevaba hacia las
alturas. En las calles la corriente era mayor.
La
morada quedó silenciosa con sus ventanales cubiertos por espesas telas como si
sus propietarios tuvieran fobia a la luz del sol. El abandono era casi total.
El césped y los jardines estaban invadidos por la maleza que escondía gritos
desesperados de mascotas víctimas de aquel tejido de red.
En
su cama, al día siguiente, Bill Peterson se encontraba todavía alterado por la
pesadilla. Esa vida ociosa le hacía pensar en el Beverly Glen Hotel, pero
estaba en su cabaña. Desde el lecho lo observaba Peter, su gato pelirrojo.
La
niebla de la mañana se había convertido en una lluvia penetrante…
Sobre
el escritorio: el Times de Los Ángeles, “El Diplomático Ruso”, de E.V.
Cunningham; sus anteojos, el reloj pulsera… y el sueldo de jardinero-cuidador.
Bill
tomó los utensilios de limpieza y se fue rumbo a la residencia a realizar su
trabajo, sin culpas.
-L.Fraix
------Del libro de cuentos "Molinos de Viento"