Hay pianos que arrancan
lágrimas.
M. Benedetti
Así era el de mi amiga Alicia. Juntas tocábamos
Para Elisa de Beethoven. Digo…
tocábamos… Yo apenas el comienzo, la que sabía hacerlo era ella. Disfrutábamos
mucho de aquellas veladas casi mágicas, nos reíamos… ¡Éramos tan jóvenes! Nos
asomábamos a la adolescencia y todo resultaba nuevo y sorprendente. Amábamos los
animales; ella tenía felinos y conejos. Íbamos al río a juntar hinojos para su
mascota blanca y nos perdíamos entre las barrancas y las vías del ferrocarril.
Era tanta la libertad que no aceptábamos retos porque la pureza estaba intacta.
Las diversiones eran tan distintas a las de ahora. Nos faltaba remontar
barriletes en ese cielo perfecto. No sabíamos de arrogancias ni de egoísmos.
Teníamos una niñez natural y sana pero comprendíamos que ya había niños que
caían en el purgatorio del hambre y de la sed, que los pobres eran más pobres y
que la humanidad se encongía de hombros. Éramos chicas pero solidarias desde
nuestro humilde lugar. Cada una restauraba como podía su desesperación, el
propio naufragio, sin esperar nada porque el mundo seguía andando y cada uno
respiraba su propio oxígeno.
Nos inquietaban también las casas
abandonadas, como a todos los niños y adolescentes, solíamos ir a una que
quedaba cerca del río. Nos acercábamos con miedo y curiosidad y mirábamos por
las ventanas grises para observar...
¿Qué? ¿A quién?
Queríamos ver fantasmas blancos, mujeres vestidas con trajes de novia
caminando dispersas rumbo a un punto fijo, muchos ojos y miradas. A menudo,
alguien del lugar nos invitaba a irnos, por decirlo de una manera más delicada,
pero siempre antes de marcharnos bajábamos hasta el río por una escalinata de
la casona donde había una piscina sin terminar con huellas...
No eran espejismos.
_____Hija Única. Libro de recuerdos.