No pases ya más frío,
que un lecho te preparan
que un lecho te preparan
ardientes corazones
de enamoradas almas.
La suavidad del viento, entre el ramaje, acompaña la noche. La luna duerme con su palidez de nácar mientras el verde llueve lágrimas frente al muro de la vieja casona.
Un niño, desgreñado y solitario, observa curioso las luces de colores. Las conoce porque suele verlas desde los ventanales de las residencias, por el barrio donde se pasea a menudo. Trepa a un árbol para mirar mejor. Las sombras están serenas pero los grillos, en su acompasado concierto, lo distraen. Abre la ventana y rápidamente lo envuelve un aroma de jazmines y de fresas. Las luminarias descubren su cara abrumada por el desamparo y la apatía. Él sabe de carencias. Un gato lo juzga como afiebrado desde su plumón y vuelve a dormitar.
La cena está servida aunque la Nochebuena ha terminado y toda la familia se ha ido a descansar, dichosos de tener ese afecto íntimo y puro. El niño está solo y aprovecha el silencio para observar la vida y la paz de quien todo lo tiene. Con su manita, toca la mesa y toma algo para comer que ha sobrado de la fiesta.
Las luces que vio desde la calle son de un abeto que se halla junto a un pesebre. Nunca conoció algo parecido. Se emociona. Piensa en la dicha de ese bebé de yeso acompañado por sus padres. El tejado del refugio está cubierto de mica junto a las montañas nevadas, los pastores y los magos de Oriente. Sonríe. Se acerca y roza con sus dedos aquellas figuras nobles cuando el tiempo lo trae a su realidad despoblada de sueños. Piensa en la madre y en su lucha diaria, en la tristeza de no tener descanso y en la pobreza que duele… Recuerda que alguna vez tuvo en sus manos un pastorcito de loza que había hallado en un contenedor. No sabía, en aquel momento, para qué podría usarlo; ahora, frente a ese establo con sus espejos de agua que brillan en la penumbra, comprende el mensaje.
¿Y la estrella? Marca el sendero.
Él se ve igual a la criatura de rulos con sus ojos rubios. De pronto, reacciona y cree que alguien puede llegar a descubrirlo, entonces se oculta debajo de la mesa de los postres.
“Van a sospechar que soy un ladrón”, piensa.
Solamente busca amor entre los villancicos.
¿Por qué será que esta fecha trae soledad a algunas almas?
Percibe una caricia y sus ojos se humedecen con un destello de lágrimas que se confunde con la estrella de Belén y su fulgor diamantino. Ella guió a los pastores por el camino del bien. Baja la vista y se arrodilla frente a las ofrendas: uvas y melones, copas de licor, panes suavizados con almendras y miel y guirnaldas con rosas, violetas y azahares. Escucha un arrullo de voces mágicas dormidas en la inocencia de ese momento.
Al rato, se abre la puerta. Detrás, una mujer, asustada por los ruidos, intenta encender las farolas pero la luz del abeto y del pesebre iluminan aquel rostro desvalido. La dueña de casa se oculta entre las cortinas para observarlo mejor.
El niño se levanta y va hacia la ventana. La luna lo baña con su calidez de madreperla. En el umbral, frente a la calle solitaria, encuentra una canasta llena de caramelos, tortas y panes. No se atreve a tocarla, no debe… En un momento, quiere cargarla pero no puede y se va. Sus valores humanos son parte del sacrificio de su madre, la enseñanza, y los respeta por encima de toda carencia y de las necesidades materiales. Sabe que el trabajo dignifica y que es lo único que puede salvarlo. Él sólo entró a aquella casa orientado por la luz de la estrella de Belén.
Al otro día, junto a la cama, la canasta de dulces es su regalo de Navidad.
Luján Fraix
Cuento publicado por Gerardo Molina (profesor, poeta y escritor) en el diario Canelones de Uruguay.