De chica, no me gustaba el campo de mis antecesores porque decía que se parecía a un sepulcro por el sonido de los pájaros; es que muchos de mis familiares estaban muertos, pero se los seguía nombrando como si estuvieran presentes.
Un día, tuve que quedarme a dormir en la chacra de Betty (mi prima) porque había llovido y no podía volver. ¡Cómo sufrí!. El mugido de las vacas me torturaba y el silencio, luego, me irritaba tanto que no lograba descansar.
Esa planicie me recordaba al cementerio donde dormía el alma de mi abuela Rosa y la de sus hijos, la del abuelo de bigotes blancos..., acurrucados en ese asilo tan necesitado de afecto. Sin embargo, esos acontecimientos quedaron marcados en mi vida con la bondad y la transparencia de mi tío Rubén.
Recuerdo su sonrisa, su generosidad, su corazón niño... y aquella casita blanca en medio de la llanura con su molino, sus malvones, el burro, los perritos y ese viento que acariciaba la cara.
Luján Fraix
Pinturas de Robert Duncan