A José
Sila Tíber estaba condenado a muerte.
La celda, ubicada en una iglesia, era sólida como si estuviera amarrada a esa tierra que Sila amaba pero que tendría que abandonar por un equívoco: la trampa del destino que se burlaba de él.
Las almenas de la fortaleza eran rectangulares y una torre se elevaba por encima de la prisión augusta. Sila no sabía cuál sería su forma de morir, pensaba en la hoguera o tal vez en la guillotina…
Afuera la multitud gritaba a viva voz sus reclamados derechos o festejaba el sacrificio de otro ciudadano que había transgredido las leyes.
Una mirada penetraba por el postiguillo de la reja, era el soldado que le traía algo de comida; aunque Sila no tenía apetito y permanecía recostado entre los harapos sucios con los ojos en penumbras y la historia de los siglos en la mente. Se hallaba en la casa de Dios, pero él no lo sabía a pesar de que escuchaba el canto de un coro que se dispersaba hacia los torreones.
Las palabras del Abad eran severas y estaban en discordia con los milagros; el hombre más bien parecía un villano bien enseñado que no hacía diferencias. Sila lo imaginaba anciano con una sonrisa irónica y confundida, mezcla de culpa y frenesí, enmudecido y vociferando ¡aleluya! por los rincones de una construcción extraña con puertas de roble. Pero ya no había tiempo para el éxtasis o para la oración porque la hora llegaba y el fin era inminente.
Sila no era culpable pero las injurias lo llevaron a ese juicio como si fuera un ladrón, roído e inmundo, que no sabía distinguir el bien del mal; sin embargo, él era devoto y se hubiera desgarrado las vestiduras por sus fieles. Hombre famoso de labios finos y cráneo calvo, llevaba los hábitos de una orden; era un maestro de profetas y estaba sentenciado a desparecer para siempre.
A Sila, resignado por el infortunio, le esperaba un viaje a estepas heladas en medio de los ruegos y de los auténticos herejes que no entendían nada de santidad, de dogmas y de retiros espirituales. Apretó el pectoral y pidió perdón para los invasores; los que gozaban ebrios, alrededor de una tinaja con vino, y luego se iban a martirizar humanos vivos sin piedad por los niños o por las mujeres.
El demonio era una sombra que vertía la sangre de los crucificados para después bebérsela íntegra en algún sótano con cadáveres y cenizas de viejos.
Ya faltaba poco para partir y Sila rezaba sujeto a los trastos; los malos ejemplos no lo perturbaban porque era demasiado santo para caer del púlpito.
El Abad, a la distancia, hablaba de enfermedades terminales, de bálsamos y gencianas silvestres. Sila escuchaba el murmullo de los monjes a quienes llamaba enmascarados hambrientos por las vísceras ajenas, pero eran religiosos adictos a vivir entre los márgenes. Muy fogosos para testimoniar la verdad y proclives al pecado que llevaba la cara deforme de la virtud.
Sila se preparó porque ya lo vendrían a buscar para trasladarlo al cadalso. La puerta se abrió y un encapuchado le besó la mano; él apoyó la suya sobre la cabeza del desconocido que le ató los brazos detrás del cuerpo y le tapó la vista.
El pasillo tenía en la parte superior un gran arco con columnas pulidas y en el centro una pilastra. Sila percibía el calor de la luz que penetraba por la cúpula; después llegó la oscuridad nuevamente y el silencio atronador que casi le impedía recordar porque a su cabeza la cubría un velo de niebla y amnesia, pero, a pesar de todo, era fuerte y letrada.
Lo llevaron a otra prisión más lejana y fría en donde ya no se escuchaban murmullos ni voces celestiales.
Alguien entró, le dio la última bendición y dijo:
-Todavía falta mucho para recibir al reino de los justos.
Sila no comprendió y se puso de rodillas, delante de un altar de piedra imaginario, rodeado de calaveras que repetían con sus bocas desdentadas:
-¡Tú no eres justo!
Los verdugos se acercaron con sus hostias morenas y trajeron jarros de chapa o palastro.
Sila no sintió las llagas ni el dolor de los castigos, pero la sangre se derramaba lentamente en el vaso igual que gotas de lluvia. Sus huesos cada vez más pequeños se momificaban y su memoria se nublaba por las palabras de los jueces y los gritos de los difuntos. Estaba en la mitad del camino junto con los enigmas de la otra morada. Su cuerpo seco se derribaría en cualquier momento ante el inquisidor que reía sin cordura, pero Sila no lo veía porque tenía los ojos vendados.
-Está muerto-dijeron los hombres y se burlaron de ese religioso que a lo largo de su vida no hizo otra cosa más que pensar y pensar; cuestionaba los laberintos de las ideas con inquietudes e interrogantes matemáticos, científicos y morales.
A Sila nadie lo sacrificó ni tampoco fue herido; las gotas que llenaban el recipiente de hierro laminado eran de agua de río.
Sila Tíber, el monje débil y entregado, falleció por sugestión…
Luján Fraix
Cuento ganador del primer premio en el concurso organizado por el "Conservatorio Literario de Rosario"-fieles custodios del idioma-. (Argentina-2004)
Si alguien quiere leer mis poemas o cuentos están todos en una página
arboldedianabis.blogspot.com
ÁRBOL DE DIANA
-Taller de Literatura-
Es lo que aprendí en el profesorado de Letras, más los 15 años de taller de literatura.
Una vez más gracias a todos por estar.
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