Alberto entró por el portón de la casa sobre una caballo blanco, a la cabeza de su tropa. Lo seguía un carruaje de regalos para Navidad. La abuela Melanie parecía un Papá Noel del siglo XlX en Europa con su ropaje caliente y abultado. Alberto, a pesar de su juventud, era un buen conocedor de los objetos bellos.
Melanie era generosa. Le trajo a Juana
doce pocillos de porcelana ribeteados en oro con sus respectivos platos;
estaban hechos en París y eran propiedad de su mamá Francisca; a Eduardo,
gemelos de plata; a Carmen, que era su ahijada, le regaló pendientes fabricados
en Suiza, con perlas y rubíes; para la niña Melanie trajo libros ilustrados por
artistas italianos de excelentes encuadernaciones; a Alberto le obsequió el
primer traje y a Julio un equipo de caza.
Esa noche, cuando se
sentaron a comer bajo los ojos vigilantes de Eduardo, Melanie sorprendió a
todos. Los miró furtivamente por encima del pollo con papas y luego bajó la
vista con rapidez. Eduardo le devolvió el gesto. Lo inquietaba la manera de la
abuela al expresar sus sentimientos porque tenía los ojos negros y crueles a
pesar de su aparente tristeza. La luz de la vela titilaba cuando levantaban los
rostros. La voz de Melanie era débil y confusa, y se mostraba con la dejadez
propia de quien espera un segundo más para continuar; sin embargo, su mal humor
acérrimo aumentaba porque, quizá se daba cuenta de sus limitaciones.
En familia
conversaron sobre las historias de Viena.
Eduardo contó sus
travesuras de la niñez y recordaron a François que cuando llegó de Francia fue
a mendigar a los mercados, a observar la vida de los pobres y a las tabernas
donde los mercaderes húngaros vendían sus cuentas de vidrio.
Melanie dormitaba
vestida de terciopelo pues tenía frío, en los calores del estío; otra Navidad
sin protección, arrodillada al servicio de su prole y bajo la lumbrera.
Los nietos ya
estaban grandes y no la necesitaban tanto; podría exiliarse en la melancolía a
remendar enaguas y poder así disipar la opresión de un pecho que reclamaba una
paz que no encontraba en ningún sitio.
Nada le devolvía las
alas y la alegría porque había perdido el asombro por lo desconocido. Sólo
recordaba, día y noche, su motivo para llorar.
No existía el futuro en el horizonte de Melanie porque ya no tenía una meta. Todo, absolutamente todo, lo había logrado.
❤❤