Amelie agitaba sus manitas con la intención de
juntar el sol entre sus dedos. Cada día estaba más bella y se parecía a su
progenitora: una mujer especial, sufrida, transparente, como una hoja de papel.
Rebeca imaginaba que aquellos ojos grises la miraban desde algún lugar y la
hacían sentir una ladrona, alguien que había sido despiadada. Era una sensación
espantosa que ella misma se encargaba de disipar porque en verdad así no habían
sido los hechos, pero…
¿Quién es la
persona que puede someter a juicio a un condenado? No existe.
Rebeca sabía que había hecho lo único que, en ese
momento tan drástico, era posible. Renunciar a Amelie era como negar la vida. Ella
la tomó así como Dios se la daba: despojada, libre, pura y misericordiosa.
‒¡Ya llegamos a casa!‒gritó eufórico el tío Arthur.