En medio de la noche, Felicitas creyó oír la voz de
un moribundo. Se envolvió con una cofia, especie de ropón con capucha, y quiso
salir del cuarto. Una luz que pasaba por las rendijas de su puerta le dio
temor, pero se tranquilizó al escuchar los pasos de Bernardino y su voz que se
mezclaba a lo lejos con el relincho de los caballos. Bajó los escalones y salió
a la oscuridad. Necesitaba hablar con Antonio. La puerta estaba abierta, la
empujó. El capataz dormía con la cabeza inclinada sobre una butaca; su mano
había dejado caer la pluma y un papel.
“Debe estar cansado, pensó.
El papel decía: Querida…
Su corazón palpitó y sus pies se clavaron en el suelo pero al mismo tiempo le
pareció mejor dejarlo dormir. La horrible realidad no debía perturbarlo porque
era sólo de ella. Huyó por el jardín al oír unos pasos. Sentía los efectos de
un profundo dolor y de aquello que nos hace creer que los pensamientos están
grabados en la frente. Al darse cuenta, por fin, de la fría desnudez de su
casa, Felicitas se sintió pobre. El rancho de Antonio tenía lo que le faltaba a
cada ladrillo de su lujosa estancia.
La joven había temblado cerca de él, apenas pudo
tenerse sobre sus piernas cuando llegó a aquel cuarto.
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