Antonio no sabía qué responder ante el acoso de Remedios, quien no se daba cuenta de que él no estaba interesado en ella.
‒Fui a hablar con Bernardino porque mañana va a venir el camión jaula y necesito saber cuántos novillos va a vender.
‒¡No mientas!
‒Digo la verdad, señorita, y disculpe pero tengo cosas que hacer‒contestó Antonio con timidez.
‒¡Ven acá!‒gritó Remedios cuando Antonio ya se había esfumado entre los fardos apilados para las vacas y caballos‒. ¡Egoísta!‒dijo por lo bajo.
Sentada a la mesa, la niña Felicitas se hallaba escribiendo. Miró a la criada que venía del patio embrutecida por las palabras de Antonio. Cerró el cuaderno. Sobre ellos puso un pañuelo que llevaba atado a la muñeca y se dedicó a limpiar la pluma.
‒¿De qué huyes?
‒No estoy escapando. Es Antonio que me esquiva todo el tiempo.
‒Ya te lo dije, Remedios. Del capataz se dice que ama a otra mujer. Bernardino me lo dio a entender, pero como es un caballero no me quiso contar quién era la dama misteriosa.
‒Niña, no me diga esas cosas. “Corazón que no ve, corazón que no siente”‒contestó Remedios atribulada por las palabras de su patrona.
‒Es que no quiero que te ilusiones. Los hombres en ese sentido son despiadados. No les importa decirles palabras bonitas a una mujer porque no piensan demasiado; tienen un cerebro pequeñito.
‒Pero Antonio vino hoy a la casa a buscarme…
‒¿Sí?‒contestó Felicitas como dudando de los comentarios de la criada Remedios.
La luna surgía a ras del suelo en lo hondo de la pradera y ascendía entre las ramas de los álamos que, de trecho en trecho, la ocultaban. Luego, resplandeciente de blancura apareció en el cielo y dejó caer sobre los sembrados un reguero de luz. Parecía un candelabro a lo largo del cual descendían gotas de cristal. Era casi de noche.
Doña Emma con los ojos entornados vio que se acercaba un coche dando grandes bocanadas de polvo a su paso. Era don Simón y su hijo Raúl.
“¿Y ahora qué vienen a buscar?”, pensó Emma contrariada por la hora en que se les ocurría hacer visitas.
‒Disculpe, señora, estamos de paso. Solamente vinimos a saludarla y a decirle que no se preocupe por las cosas del pasado. Que la amistad no se turbe por algún obstáculo sin importancia.
‒Claro‒dijo su hijo que apareció, tímidamente, detrás de la figura enjuta de don Simón.
‒Pasen a la casa‒contestó doña Emma desganada porque temía que Felicitas volviera con su mascarita a dar brincos en círculos dejando al descubierto su osadía de siempre.
‒No, gracias‒dijo Raúl observando de reojo hacia la puerta.
‒Buenas…
‒¿Cómo le va niña Felicitas?
‒Bien, don Simón. Le vuelvo a pedir disculpas por lo ocurrido aquella noche‒contestó y miró a Raúl de una manera extraña: pícara, curiosa y cómplice.
‒No se preocupe, está olvidado. Hasta pronto.
‒Adiós.
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Buenas y Santas... Los hijos olvidados.