Melanie soñaba con las marquesinas, los actores y los claroscuros de algún pintor bohemio: Leonardo de Vinci, Tintoretto, Murillo… Pero no tenía espacio porque el rumor del bebé en su panza de ocho meses le decía que tenía que esperarlo a él que vendría sin demora. El niño no sería un hijo más de su numerosa prole, era un eslabón que la unía con su amado François: hombre que eligió Dios desde la eternidad para alcanzar la gloria a través de su gracia.
Doña Francisca no pudo conocerlo porque el Supremo se acordó de ella una tarde de alondras, colibríes y palomas. La lluvia ahondaba los huecos de los caminos entre pasionarias y ortigas mientras la muerte buscaba los desniveles para arremeter con la paz. El corazón de la noble anciana se detuvo en la penumbra de la habitación en compañía de sus hijas Justine y Caroline. Nadie pudo evitar los estragos de la vejez que la llevó hacia el final de acústicos mensajes, voces de poetas y la presencia de su madre. Los ecos fueron como palabras pronunciadas por Victoria Dunoyer cuando los años disfrazaron a Francisca de niña y pusieron en su boca una sonrisa con música. Ella la llamó en su último suspiro.
En el recuerdo quedó la mirada azul de aquella pionera y su rostro de tiza marcado por el pañuelo gris. Melanie vio su aura en la taza dulce de café, en el naranjal maduro o en el pastel de cumpleaños. Sintió el aroma de su perfume “Violetta de Parma” impregnado a las paredes de la alcoba, en las cortinas y hasta en el pelo de su perro Michelle.
Se sonrojaron esas vivencias ante el advenimiento de un nuevo siglo y algún acertijo llamó a un ilustre pensador que se dejó llevar por los ideales, por el carmesí de unos labios y por el último modelo de carruaje. (fragmento)
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