A mi padre le gustaban los autos antiguos.
Había adquirido un Ford T modelo 1935.
De alguna manera, me obligaba a partir hacia aquel campo
desierto, donde habitaban
los enigmas de la vida.
Antes de doblar, en una esquina,
había una estancia.
Dicen que allí peleaban los propietarios de la antigua casona
con los indios del lugar
en el siglo XIX.
La vivienda encerraba misterios
que yo imaginaba:
gritos en los sótanos;
en los torreones estaban los cañones
mirando al Este.
Mis padres estaban felices
recorriendo aquellas hectáreas que eran su sustento.
Viajaban con la alegría a flor de piel
y ese amor por la tierra
que tuvieron siempre.
Mi padre tenía un auto viejo que adoraba...
De niña,
me llevaba con mi mamá
a un campo de su propiedad que quedaba a unos 40 km
del pueblo.
Yo veía las tierras aradas,
las lechuzas sobre los postes de alambrados,
las bandadas de pájaros...
Cantaba mucho cuando regresábamos
por aquellos caminos
poblados de trinos, de polvo de estrellas,
de almas...
Más adelante,
ya no quise subir a ese aparato grotesco,
me daba sueño.
Luján Fraix