-¡Qué bonita!-decían las tías solteras tan frías y ausentes que la maternidad les resultaba algo molesto y lejano, con demasiadas responsabilidades y poca libertad.
En la humilde casa recibían a todos los familiares sin distinción de clases sociales; Magdalena y Juan eran sociables y repartían sus horas entre juegos de naipes, reclamos de trabajo, noches con velas encendidas frente a un campo inhóspito y santo. Lo raro era que, por decisión de Magdalena, no aceptaban visitas de extraños por temor a ser discriminados. La pobreza dibujaba sus trazos entre los goces del silencio.
El tiempo solía ser cruel frente a las necesidades de cada uno porque nadie les regalaba nada; luchaban frente a enemigos que hablaban idiomas diferentes: la sequía, los gobiernos, la ignorancia, la facilidad para mentir, el menosprecio… La pampa parecía cubrirse con un tapete funerario que se extendía hacia el poniente sepultado por el hollín de los fogones.
Magdalena tenía varias hermanas que residían en un pueblo pequeño llamado San Jerónimo Sud. Ellas vivían en una casona con los padres Isabel San Piero y José Shalli, quienes habían venido de Italia con la finalidad de encontrar refugio y trabajo. En la Argentina habían logrado más de lo que esperaban: una fortuna digna, un apellido ilustre, la manera de ocupar un lugar en una sociedad difícil con pocas oportunidades y muchos obstáculos. En esa casa vetusta destilaban el vino de la alegría turbados por la ambición, la opulencia y el sabor amargo de la abundancia.
José era un dictador, deux ex machina, de allí venía el genio de sus hijas; las facciones duras lo convertían en un caballero de temer, muy inteligente para los negocios pero demasiado soberbio con las personas del lugar. Con su esposa Isabel hablaban en italiano todo el tiempo, en especial cuando se enojaban entonces nadie entendía nada.
-¡Pietá!-gritaba Isabel cansada de los autoritarios modales de su esposo.
Ella tenía sesenta años pero parecía de noventa; su cara estaba delineada por surcos y contornos áridos. Los vestidos largos con botones en la delantera le daban el aspecto de una anciana sin retorno, con las cenizas de los años sobre su cabeza, sin esperanzas ni metas. Como si todo lo que hubiera deseado en la vida lo hubiera logrado. Sólo comía y dormía como los animales que igual son felices, porque vivía a contramano tratando de hacer escalas entre los diminutos duendes que habitaban en sus espejos.
Continuará
Fragmento II del primer capítulo de mi novela:
"La Dama que llora..."