INTRODUCCIÓN
Maestra del autoengaño, Manuela vivió siempre a la sombra de los demás porque le resultaba fácil y cómodo. Su carácter esquivo y sus rasgos de niña la transformaban en una discípula de sus propios miedos. Entre paradojas no supo criar a sus hijas: Rocío murió cuando era pequeña, esa desaparición la marcó para siempre; Encarnación: enérgica, impulsiva e inadaptada en una sociedad prejuiciosa y teatral, falleció a los veintiún años dejando un hijo; Letizia: dócil, sensible, ajustada a las convenciones sociales y a los reclamos absurdos de los padres, nunca pudo crecer lo suficiente como para afrontar los avatares de un destino demasiado infausto.
En alguna letanía se dormían los sueños en un idioma lato que dilataba la llegada de las sentencias. No era equitativo ese camino hierático para quienes oraban por un poco más de oxígeno.
La familia se desdibujaba por la niebla ante un fracaso, porque vivían pensando en el futuro que los apuñalaba cual rival y los despertaba de algún letargo transitorio. No había enlace entre los tiempos y cada uno era artífice y víctima de su propia condena.
Manuela imaginaba violaciones, asesinatos y saqueos de conventos en un ambiente con pasajes huidizos que se llevaban la vida. El ritmo era vertiginoso y los arrastraba a todos al sacrificio con sus estampas bíblicas, entre retamas, narcisos y teas encendidas. El miedo procesaba las ideas con vigilancia; era el principio y el fin de los delirios.
La reveladora visión del mundo reprimía los impulsos de ser feliz. ¿Para qué?. Después vendrían los hechos con toda su magnitud a reírse con hipocresía de sus pobres almas. La resignación era la única vía de salvación.
Dios era el sostén que exaltaba los ruegos frente a los sentimientos piadosos, pero existía un sendero escrito de antemano por alguien que, desde la gloria, los iba a llevar a todos y cada uno a los extremos.
Continuará
Hasta Mañana