Juan, después de haber escuchado las palabras hirientes de José Shalli, se recluyó en el galpón donde guardaba el tractor viejo de su abuelo y se quedó allí hasta el anochecer. A unos diez metros y como dibujando un patio de tierra pisoteado por las gallinas, que quedaba entre los naranjos y el palenque, había un rancho envuelto en un pajar. En su interior, se hallaba una cama armada con un recado y varias llantas de galeras antiguas dispersas a modo de sillares. A menudo, encendía el brasero y recordaba las recomendaciones de Magdalena:
-¡Te vas a morir asfixiado!. La combustión incompleta del carbón forma un gas tóxico.
A Juan lo encontró su hermano Bernardo que venía cortando camino por el medio del campo con cinco perros y una rama que utilizaba para abrir paso entre los sembrados. El hombre era un verdadero baquiano que conocía a la perfección las leguas de llanura, bosques y cultivos. Lo encontró tapado con un poncho.
-A la soja se la están comiendo los bichos.-dijo removiendo la tierra que parecía polvo fino.
-Y bueno…
-No llueve; el año pasado para esta época ya habían caído noventa milímetros.
-Y bueno…-volvió a decir Juan totalmente ausente, sin ganas de hablar de nada.
El aire, inmóvil, parecía dormido en esa temporada de sequía tan extensa que amenazaba a los animales a la postración completa; estaban flacos y desmejorados… El estío venusto gritaba su porfía.
Bernardo no se daba cuenta de los conflictos interiores de su hermano porque él era distinto; le importaban las historias de mujeres pero no tenía con quien abordar esos temas, también le interesaba el campo, guardar el dinero de las cosechas y no gastarlo en nada. Soñaba con las pepitas de oro que algunos conquistadores encontraban en los arenales. Vivía al límite de la indigencia total. Bernardo era de esos campesinos que cuando morían, de viejos y enfermos, dejaban fortunas debajo de los colchones, detrás de los mosaicos, bajo las raíces de algún árbol… Billetes que, obviamente, ya no servían y que nadie los encontraba hasta después de diez o quince años. Era un hombre subterráneo, de huesos amarillos, que actuaba como un juez frente a la presencia gélida de la inseguridad. Parecía saberlo todo debajo de esa figura cruda y sellada por la rigidez de sus palabras.
Continuará
Fragmento del primer capítulo
de mi novela:
"La Dama que llora..."