José, su novio, era comerciante y vivía en Marcos Juárez (Córdoba-Argentina). Isabel tendría que alejarse, después de su boda, a esa ciudad para empezar una nueva vida. Su futuro esposo era un humilde vendedor de almacén que no ganaba dinero pero que sentía mucho amor por Isabel a pesar de que José Shalli, su suegro, no lo aceptaba:
-¡Otro pobre en la familia!. ¡Qué destino!. Para eso las eduqué con tanto sacrificio. Si sabía me quedaba en Italia.
José soportaba los improperios de su suegro con altura; era un hombre muy culto e inteligente. Con el correr de los años, seguramente, podría demostrarle a toda la familia que estaban equivocados porque llegaría a cielo arriba con azotes y sin pecados.
-Al hombre hay que amarlo por sus sentimientos y por su mundo interior, no importa el dinero o el apellido…-decía Isabel frente a las hermanas que pensaban diferente.
En esa iglesia, construida con barro reforzado, moldeada en forma de ladrillo y secada al sol, desprovista de todo hasta del mismo Dios crucificado, Rosaura recibió los primeros sacramentos.
Su madrina le regaló un vestido hecho con calados y lazadas, blanco, con una capa de tafetán con trencillas e hilos dorados y le compró también alhajas de oro para que la pequeña luciera ese día. El incensario reavivaba el perfume de las velas que se empolvaban con el furor de la gracia.
Magdalena quería mucho a Isabel y a su futuro esposo pero no realizó fiesta después de la ceremonia porque decía que la casa no estaba en condiciones para realizar agasajos.
-No importa, yo entiendo.-dijo Isabel con un gesto de compasión que irritó a Magdalena que no quería que nadie le tuviera lástima y menos alguien que, obviamente, iba a correr la misma suerte que ella.
Sin embargo, José Shalli e Isabel, los abuelos, llegaron a la granja en un automóvil Nash (1919), con capota negra y cuatro puertas, amplio y ostentoso, con las hijas arrogantes y la pompa de su poderío. Don José vestía saco de casimir color gris, pañuelo de seda a cuadros, botines de becerro y espuelas peruanas; llevaba una pipa en un estuche de pana bordó con sus iniciales bordadas y anillo de oro. Juan los miró, desde lejos, entre los cardos, y supo que la tranquilidad estaba en peligro pues el soberbio hombre de negocios no dejaba de mostrarse molesto y hasta incómodo en la modesta casa. Juan Waner se ofendía muchísimo y hasta llegó a despreciarlo más de una vez pero jamás lo mencionó porque era muy respetuoso. No quería herir a nadie, ésa era su premisa aunque un batallón de energúmenos le pasara por encima. Se quedaba bajo la arboleda como un pájaro amodorrado, con el defecto de ser un hombre sin huellas en un desierto que lo castigaba por la espalda.
Continuará
Fragmento del primer capítulo
de mi novela:
"La Dama que llora..."