Por Noemí Carrizo
Profesora de Letras, periodista y escritora.
En Estados Unidos si uno paga un módica suma, puede contarle sus problemas a una persona que escucha con atención, pero no responde. Los usuarios se sienten satisfechos.
Ahora bien, a mí, como a usted, que me está leyendo, me ha tocado "poner la oreja" a otro desde que tengo memoria. Después de analizar por qué no tengo con quién aliviar mis penas, me di cuenta de que hay algo en mi persona, tal vez relacionado con la soberbia, que me impide hablar de mis preocupaciones.
La gente que me rodea y me quiere bien está ocupada con sus hijos, amistades, compromisos, y sobre todo, con sus comunicaciones por Internet, sus celulares y la programación de la agenda para la semana. Pedirles que desatiendan sus prioridades para contarles que me preocupa la salud mental de un amigo o la propia es hacerles perder un tiempo valioso. Acepto que esa falta de diálogo, no de afecto demorado, me ha hecho retornar al psicoanalista que, aunque no está de acuerdo con mis manifestaciones pesarosas, me escucha. Creo firmemente y perdonen la debilidad, que extraño a mi madre, con la que desde que tengo uso de mis responsabilidades, conté como confesionario de cuánta desazón, agravio, decepción o quebranto me turbó.
Ahora bien,
¿hasta cuándo se es huérfana?.
Mi hija suele responderme que cuento con esta columna
para expandirme con holgura sobre mis alegrías y padecimientos.
¿Qué más puedo reclamar?.
Tiene razón; la identificación me vuelve como una caricia en los mails
y comentarios en Facebook.
Pero soy pretenciosa y ansío un cara a cara,
un ser al cual contarle que me asustan los médicos,
por ejemplo, o que me preocupa la vejez, o que la soledad,
elegida o no, suele volverme atribulada.
Me pregunto aparte de la ausencia de mi madre, en qué momento perdí el derecho a sentirme débil, enojada, resentida, vengadora o pusilánime.
¿Anduve por ahí vendiendo seguridad?
Sospecho que vivimos en una época en el lamento es deleznable. A veces, a solas, converso con la imagen de Jesús y le cuento lo que ya sabe. También busco escabullirme de mí misma viendo por televisión cómo anónimas personas buscan a su padre que las "negó" treinta años.
Claro también están los libros. Pero ocurre que, a veces, es tan potente la necesidad de desembrollar el papiro que me aprieta la garganta que ni siquiera un clásico me arrima al alivio imprescindible.
Ahora comprendo que soy una mal acostumbrada, ya que en etapas no tan lejanas, fui escuchada, alentada comprendida y hasta aconsejada. Pero el Supremo quiso que viviera en una época en que a pocos les importa lo que le ocurre al otro.
Exijo el derecho a ser temerosa y dubitativa e indecisa, al menos un instante. Por favor, que alguien no repita. ¡Tú que eres tan vital y esperanzada!. Cuando me quiebro, ansío solo una recepción sin preconceptos. Alguien detrás de un café que escuche mis pesares e intente admoniciones o consensos.
A usted que me lee,
¿no le pasa lo mismo?
De mi blog