Obras de Peggy Abrams
Mi primer y único árbol de Navidad me lo regaló mi mamá
a los tres años.
Era verde con copos de nieve en sus ramas.
Todos los 24 de diciembre mi mamá le compraba algún adorno
nuevo porque decía que traía suerte.
Junto con él,
viví los momentos más felices y también los más tristes.
El tiempo jugaba con las horas genuinas
de mi infancia que se detenían en los libros de aventuras:
soñaba con ser princesa y duende,
brujita que se escondía en un torreón negro,
fantasma sobre telarañas pretéritas...
Aquel arbolito agitaba sus alas que se desdibujaban bajo las guirnaldas,
las campanas y las tarjetas que colgaban de sus brazos
con animosos mensajes de dicha.
Parecía pedir oxígeno entre sus abalorios y era observado
como una diminuta reliquia que atesoraba
la magia de una fecha y la identidad de quien
encendía sus candelas.
Tenía la primavera en su piel de abeto,
despertaba la curiosidad de mi gato Peter,
ocultaba los regalos que traía "el niño Dios".
Los segundos incontables envejecían su rostro lucio,
pero él volvía en sus fotografías amarillas porque era
el heredero de un nombre.
Si hubiera hablado hubiera pedido risas
a las doce de la noche cuando,
en ciertas épocas,
la tristeza golpeaba sin piedad y sin demoras.
Era como un tren que iba hacia la nada
porque sabía que tenía que emigrar...
Vivió casi cuarenta años.
No creía en milagros; buscaba el sueño
porque estaba agotado de tanta infancia,
de los arabescos sagrados y de las lágrimas.
Se fue a cincelar cometas junto con las estrellas...,
se fue a quitarle la soledad
al alma de mi madre.
Luján 2013