Se
oían a lo lejos las palomas y las tórtolas.
A
Guillermo esos sonidos le traían recuerdos del cementerio donde iba, de niño, a
visitar a Salvador. Mía lo llevaba. Le hacían creer que su padre descansaba en
aquella tumba marmolada, pero allí no había nadie. Las cenizas de Salvador
permanecían en el patio de la iglesia. Él era muy chico para saberlo; le
hubiera destrozado el corazón. Prefería creer que su papá se hallaba guardado
en un cofre con encajes blancos, bien cuidado, durmiendo para siempre en ese
refugio inmaculado. Pero llegó el momento que sintió que allí no había nadie,
no porque no estuviera el cuerpo sino porque el silencio, como una palabra, le
decía: ve tranquilo, yo estoy bien, vive
tu vida y no te preocupes por mí. Y así fue que dejó de ir, aunque le
agradaba ver los cientos de gatos que lo perseguían o los ángeles escribiendo
sentencias con las alas desplegadas e infinitas. Él les miraba los ojos a
aquellas estatuas, pensaba que en cualquier momento iban a mover los párpados.
Estaba todo tan inhóspito, pero había magia, algo celestial, como si le
lloviera paz sobre los hombros.
Y
así se fue despidiendo de ese jardín, donde el corazón se abrigaba buscando
huecos para llenar, cuando la vida le decía que no se desplomara porque aún los
días amanecían…
*