❤❤❤
Surcos
en los senderos, bóveda de estrellas, la gata Lola de mi abuela Juana y el
espejo que me mostraba los años.
‒Niña,
no tienes que tener vergüenza. Eres buena, inteligente, linda… ¡Vamos!
Gracias
madre por enseñarme a ser valiente, por dejarme crecer sola como yo quería, por
darme todo y más para ser feliz. No necesitaba mucho, sólo lápiz y papel.
Siempre valoré los afectos porque eran pocos y había que cuidarlos porque sabía
que alguna vez ya no los iba a tener. Quería guardarlos en un arcón dorado para
después, para que la soledad no me dejara su frío, su madurez de escarcha, pero
no era posible porque el reloj detenido empezó a marchar y ya no quería oírlo.
Me daba miedo.
Me
colocaba el antifaz para no ver la vastedad del territorio porque era
vulnerable. Jugaba y reía para ocultar siempre mis dolores, las carencias, el
temor… que no era tanto pero que parecía irreal a esa edad.
Salía
al mundo a recorrer el paraíso de mi abuelo Eduardo después de acompañarlo
entre las sombras cuando él me venía a visitar.
‒Parece
que hay gatos ‒decía entre risas al escuchar las peleas de las mascotas nocturnas.
Él era un gaucho de las pampas, un caudillo disconforme que arremetía por los
llanos y le hacía frente a las tormentas pero ahora, después de varias décadas,
se había escondido entre los duendes de su casa dulce a meditar...