Felicitas se escapó, como lo hacía desde tiempos pretéritos, por la puerta trasera que daba a un patio con una huerta y un molinillo desvencijado para espantar gorriones.
Veinte pasos más adelante, en la entrada de una plaza, había una iglesia. Un cementerio la rodeaba cercado por una reja; Estaba lleno de sepulturas con sus lápidas a ras del suelo. El templo se había construido en los últimos años del reinado de Carlos X. La luz solar, al penetrar por los vitraux, iluminaba la ringlera de los bancos acoplados a la pared frente al confesionario con la imagen de la Virgen vestida de blanco, cubierta por un velo de tul pálido. Los sillas del coro eran de madera de abeto.
Felicitas entró a la habitación buscando algún sacerdote. Se sintió amnésica y desorientada.