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Jardines eternos
Debía buscar un camión de ruedas grandes y para eso se
acercó a un depósito de alquiler. Ya sabía con quién hablar del tema. El
hombre, aburrido y con un vaso de vino en las manos, le dio su aprobación y en
un rato estaban camino a Panguana en la jungla amazónica.
Otra vez el mismo ambiente, la historia mil veces repetida,
la tumba que lo esperaba. Lo sabía y se entregaba a ese deseo como única
posibilidad.
El agua que empujaba una rama, una piña, arrastrando
restos en estrechos riachuelos que nacían y morían en algún momento igual que
los seres humanos. Rápidamente desaparecían en el tiempo que tardaba una gota
en formarse en la punta de una brizna de hierba y caer al suelo.
Elías Fischer se dirigió otra vez a su antigua cabaña,
la que había destruido en un momento de ira. Lo atravesó el río, el Pachitea.
Se hallaba crecido. Era imponente y se abría paso rugiendo entre el bosque y
estallando contra el lomo de las rocas. Se veían troncos sumergidos después de
alguna tormenta.
−No hay tiempo para detenerse –dijo por lo bajo.
De cara al viento, comenzó a temblar. Evocó su casa
abrigada y una taza de café; escuchó las voces cariñosas de Sophia y de Hanna.
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