26-EL OTRO LADO DE LA RISA
Manuel Alsina también pensaba en Milagros
Correa Viale.
En su escritorio de abogado tenía una pila de
papeles: juicios por desalojos, patria potestad, adopción, sociedad conyugal…
Mientras miraba por la ventana cómo pasaba la
gente en sus carruajes atendiendo a sus tareas diarias, dibujaba: un sombrero,
un pelo ensortijado y la mirada azul.
¿Quién no se enamoraba de Milagros?
Había que ser demasiado frío; tanta belleza
junta, tanto sol que se desprendía, puro brillo, luz y armonía.
¿Cómo llegar a ella? Lo pensaba muchas veces,
aunque su trabajo era mucho y debía atenderlo. La veía tímida y esquiva,
caprichosa como toda hija única, pero fascinante. Con un mundo interno
enriquecedor, independiente y solitaria. Un ser que no necesitaba a nadie para
tomar decisiones y que parecía de más edad, como si cargara el peso de ser
padre de sus mismos progenitores. Demasiada madurez provocaba temores en la
gente y en algunos hombres que, al verla tan hermosa, querían acercarse, pero
se marchaban y luego se olvidaban. ¿Para qué? Seguramente, serían rechazados.
“No sé cómo buscar la manera de acercarme. Si
tuviera amigas o primas, pero no conozco a nadie. Me parece que la quieren
casar. Obvio eso se estila, pero lo considero una injusticia. No la veo llegando
al altar con un caballero grande, lleno de arrugas, y perdiendo el equilibrio.
Conozco a ese señor Correa Viale, un hombre odiado por muchos, que puede llegar
a ser capaz de cualquier cosa con tal de lograr sus propósitos”, pensó Manuel
mientras terminaba de dibujar el retrato de Milagros.
Mi amor en tus ojos, el cielo.
Mi amor en tus manos, la suerte.
Mi amor en tu boca, el anhelo.
Mi amor en tu alma, el consuelo.
Mi amor sin el tuyo, la muerte.
Leopoldo Lugones