LICIA.
De noche, Alexandre caminaba dormido por
la casa. Nadie lo escuchaba. Se sacudía como un perro de lanas antes de
acurrucarse en el sillón de la sala de lecturas entre una montaña de libros de
hojas amarillas. Las ruedas de los carruajes, en su camino de Nanterre a París,
lo despertaban y, sin tener idea de cómo había llegado hasta allí, corría a su
alcoba. No podía liberarse de sus fantasmas, pero al rato se vestía para ir al
colegio. Llegaba con la brisa frígida de la mañana. Le gustaba aquel viejo Instituto.
En el piso bajo pasaba a través de los perfumes del herbolario, de los barreños
de espinacas y de los recipientes puestos en el fondo del patio. Después subía
por la escalera de caracol, llena de humedad, cuyos escalones empinados eran
peligrosos. Frente a los escaparates de animales disecados se detenía a
observar como alienado las plumas y los ojos de vidrio de aquellas especies y
luego se dirigía nuevamente a la biblioteca a roer páginas enteras de textos.
Estaba obsesionado; buscaba respuestas que no hallaba porque quería salvarse.