Los dos se querían y se ayudaban mutuamente, a pesar de la diferencia de edad. Es que Ricardo era un hombre humilde y sano, protector. Cuando sonreía lo hacía con los ojos y allí estaba su alma. Se había acostumbrado a no esperar nada del otro, a resignarse, a valorar el afecto. El abrazo bueno de quien se lo entregaba de verdad, sin especulaciones y sin esperar favores, porque sabía que cuando apoyaba la cabeza en la almohada no tenía nada de que arrepentirse ni disculpas que dar. Era un hombre de ir derechito y sin torcerse, de acumular cariño para después y de no quejarse si sufría por algo. Es que no tenía ambiciones. Por eso quería tanto a don Fortunato porque lo consideraba su protector; la persona que había confiado en él sin conocerlo y que le había dado una oportunidad.
Ricardo se ganó el lugar que tenía en el corazón del anciano, y en esa chacra frente a otros peones que a veces lo miraban de reojo. De todas maneras, no había discordias porque Fortunato los premiaba con lo que se merecían, y a nadie les faltaba nada. Lo importante era construir un pueblo dentro de un lugar pequeño para abrigarse del frío.
***