Susan
caminó por el campo abierto.
Con
la niña en brazos, ya grande, y el bolso se le hacía dificultoso esquivar la
maleza, aunque existía un camino de hormigas trazado con anterioridad por
alguien que recorría los senderos espinosos para ver de cerca el fruto de su
trabajo.
Se
escondió detrás de unas matas y observó la casa. Se la veía solitaria: dos o tres
gallinas, un pato, tres palomas sobre el tejado que daba a un pequeño altillo o
buhardilla. Había humo detrás de la vivienda cerca del terreno lindero. Se oían
risas, la alegría que contagiaba, y una felicidad genuina de seres especiales.
Susan
caminó con rapidez y sigilo; temía ser vista por alguien. Los habitantes del
predio se hallaban de fiesta en los fondos. Dentro, en la cocina y el comedor,
todo estaba limpio y ordenado. Silenciosa, se desplazó por un pasillo oscuro
con algunos retratos colgados de la pared. Pensó que no era el momento de mirar
quienes eran esos seres que venían del pasado a observar el presente matemático
y exacto. Susan halló la escalera que llevaba al altillo, era de hierro. Tocó
el picaporte de la puerta y estaba cerrada. Se lamentó; tenía la esperanza de
encontrarla abierta. Miró a los costados. Le dolían los brazos de sostener el
bolso y a Alma. Vio que debajo de una maceta asomaba una cinta roja. Tiró de
ella y apareció una llave.