“Sé
que estás cerca porque te presiento, Hellen. Y como te presiento te extraño. Sé
que estás por acá entre los montes, muerta de frío; quizá, buscándome en la
oscuridad y gritando mi nombre con toda la voz para que el viento me lo traiga,
y nos encontremos abrazados en la hondonada más abajo, a la luz de las
bengalas. No sé por qué se me ocurren esas tonterías, podrías estar muerta
dentro de tu vivienda o contra alguna roca como dormitando”, pensó Facundo
mientras iba rumbo a las islas.
A
Facundo no se le cruzaba por la mente que Hellen hubiera partido para
Inglaterra o que estuviera casada y con algún nieto por venir. Él la seguía
viendo joven entre las trazadoras, el ruido sordo que traía el viento, los
disparos y las bombas de fósforo que se abrían contra el horizonte.
¡Levántate
que vienen! Mamá… mamá.
Cuánta
paz le daba esa palabra; la sangre se volvía escarapela y orgullo. Y aparecía
su madre llevándolo al colegio con el guardapolvo blanco en aquellas tardes de
mayo. Nunca podría haber imaginado que treinta años después iba a recordar con
tanto amor ese lejano pasado, como queriendo volver a esa edad para cambiar la
historia.