--Gracias -–comentó
Facundo mirando esos ojos que parecían sonreír. Hellen era un ángel escapado
del cielo, una pócima sanadora que, como un milagro, podía curar con colocar su
mano. Así lo sentía él y se dejaba llevar por los gestos de cariño, en los que
depositaba toda su magia y encanto. Dar la convertía en un ser rico y ya no
necesitaba más. En medio de esa desolación y del miedo a morir mañana, la
generosidad sumaba un retazo de felicidad desconocida pero real, tan verdadera
como esa batalla estéril, como todas las guerras que solamente dejan hielo en
el corazón y cuerpos mutilados para siempre.
Facundo
no sabía si era amor lo que sentía por ella. ¿Cómo saberlo si nunca había
estado enamorado? Era demasiado joven y recién había despertado a la vida como quien
duerme una noche y despierta entre las trincheras, los lamentos y los gritos.
No sabe dónde está, se siente mareado y confundido. Quiere caminar y sus
piernas no obedecen.
Facundo
Cruz pensaba en Hellen todo el tiempo. La batalla la sentía menos áspera, más
ajena. Deseaba protegerla, a ella y a sus hijos. En medio de aquella barbarie,
Dios le había enviado una hierba medicinal para sanar las heridas y para que no
viera el otro lado del egoísmo y de la ambición. Parecía todo tan irreal y por
momentos su mente se quedaba detenida en el primer bombardeo, cuando los
camiones volvían con los muertos. Eso lo traía a su realidad, la auténtica, la
de todos los que estaba allí para defender los derechos.
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Hellen, la inglesita, la que vivía en Malvinas cuando se desató la guerra en 1982. Ella tenía varios hijos de ingleses, de soldados. Y allí frente a las bengalas estaba dispuesta a ayudar, a darse por entero a los argentinos. Era muy joven, pero ya tenía el pelo blanco y sus hijos jugaban a la intemperie, entre la nieve, alegres y despreocupados. Eran niños y no sabían del peligro.