‒No pudimos encontrarla ‒dijo Atilio‒. La noche está muy cerrada. Además caminando no puede estar muy lejos.
Ellos no sabían que Felicitas se había llevado el caballo.
Era comienzos de julio. La bruma caía sobre los campos extendiéndose por los confines, entre el contorno de las colinas. No se veían los huertos ribereños ni los patios de las estancias; los árboles sobresalían como oscuras rocas y las siluetas de los álamos aparecían como arenales agitados por la brisa helada.
‒Esperemos hasta mañana ‒dijo Bernardino.
‒¡No! ‒gritó doña Emma‒. Puede estar muerta en algún zanjón o perdida por los caminos. Es una muchacha inocente y en peligro porque no sabe nada de la vida.
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BUENAS Y SANTAS...
Los hijos olvidados
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