‒¿Le
temes a algo?‒le preguntó a Wilson.
‒Me
siento inseguro, no sé. Como que he perdido la confianza.
‒¿En
quién?
‒En
todo. La vida es impredecible y te golpea suave primero para que puedas
soportar el hachazo que vendrá después.
‒¿Lo
dices por mi enfermedad?
‒También.
Lo digo en general. Somos tan vulnerables. Tenemos el destino marcado.
‒A
veces el destino lo armamos nosotros mismos con nuestras elecciones de vida,
con el camino que tomamos y con los riesgos. Si te quedas dentro de la casa es más difícil
que te suceda algo imprevisto.
‒Pasa
igual. Alguien dicta la sentencia.
‒¡Qué
fatalista! ¡No me asustes, Wilson! Se supone que tienes que darme ánimos. No
puedo deprimirme en mi estado. Sabes que he sufrido mucho desde que nos casamos
y ahora con mi mal. Deberías ser más complaciente. ¡Caridad!‒gritó Rebeca para
que Wilson reaccionara.
‒Sí,
amor, perdona. Sé que siempre quisiste el hijo que Dios no nos regaló y que
padeciste mucho por eso. Lo siento tanto.
Wilson
la abrazó con ternura tratando de dar calor a ese cuerpo helado. Los ojos se le
nublaron y un temblor le recorrió la piel. Era emoción y miedo, un dolor
natural ante el peligro. Sabía que había elegido bien; el viaje sería
enriquecedor para Rebeca y le daría la energía que le faltaba para enfrentar
otra batalla. No existía ningún misterio. La vida los premiaba de alguna manera
con la compañía de Carl y Amy que eran como hermanos y también con la presencia
del padre cariñoso; Mark era el sostén de la familia.
‒A
veces me siento tan sola aunque esté contigo‒comentó Rebeca en voz baja
mientras doblaba la chaqueta que iba a usar al día siguiente.
‒¿Por
qué, amor?
‒No
sé. Eres tan callado. No me cuentas lo que sientes, si sufres o no, si estás
feliz o te abruma esta convivencia. Si te aburres conmigo.
‒Estoy
bien.
‒No
parece.
‒Dejemos
de hacer planteos y pensemos en los hermosos días que nos esperan frente al
mar. ¿No es maravilloso?
‒Sí. Trataré de disfrutar mucho de este viaje inolvidable.
Por
otro lado, Carl y Amy Bramson debatían los pormenores de aquella travesía con
alegría. Tenían que buscar a la mamá de Amy para que se ocupara de la casa y de
los niños mientras ellos estuvieran ausentes. Ése era todo un tema.
‒Doy
mi palabra de honor que va a aceptar‒dijo Amy ante las dudas de Carl porque la buena señora era muy independiente y no
le gustaba estarmuchas horas de
niñera.
‒Podríamos
llamar, en todo caso, a mi mamá que es tan amorosa y le encanta venir de
visita, jugar y entretener a nuestros hijos.
‒¡Ya
nos vamos a pelear de nuevo!‒gritó Amy‒. Sabes que como mi adorada madre no hay
otra.
‒¡Las
mujeres!‒exclamó Carl cansado de hablar de las suegras.
La
conversación, casi frívola, no se empañó en ningún momento por un mal augurio.
Ellos, a pesar de ser muy amigos de Rebeca y el esposo, no sabían de la
enfermedad. El matrimonio Cooper-Taylor lo mantenía en secreto porque no quería
que la gente mirara a Rebeca con compasión ya que era tan joven. Esa cruz no
podía cargarla, era doble, y la quebraba…
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