Bernarda se hallaba entre las matas del patio
tratando de podar un pequeño arbusto que le tapaba los alelíes. Había plantado,
por orden de doña Dolores, todo tipo de flores contra el muro para cubrirlo y
poder tener una vista colorida en primavera.
Milagros, apesadumbrada por la pelea con su
madre, se sentó en la galería con una taza en las manos y se puso a observar
los movimientos de Bernarda.
El día estaba gris. Milagros había pensado en
volver al campo, pero era muy pronto. La discusión con su madre frenaba un poco
el deseo de salir corriendo a buscar a Julián. Pensaba hacerlo por las calles
de Buenos Aires, frente a la casa de los Guerrero o frente a la iglesia. En
algún lugar debía estar nuevamente pidiendo limosnas, como un mendigo cansado
que no tenía porvenir, ni sueños.
La lluvia comenzó a caer, despacio,
melancólica, con el mismo ritmo y su olor a tierra, invadiendo los sentidos y
buscando donde dormirse para soñar despierta con lo imposible.
−¡Llueve, Bernarda! –le gritó.
−Bajo el laurel no me mojo.
−Eres porfiada. Deja eso para mañana.
Bernarda parecía un trasto viejo con el
delantal alborotado y la pollera recogida en un nudo lateral para que no le
molestase mientras se ocupaba de las plantas de doña Dolores.