El hastío de los hospitales a veces se parece a las
estaciones de trenes: bullicio, corridas, gente apurada y con furia, poca
paciencia, ruido de hierros, ascensores que bajan y suben. Cambian con el olor a cloro, a formol, y a
medicinas, a encierro y flores secas, a despedidas injustas y desgarradoras.
Las enfermeras cerraron la puerta y el silencio se volvió grito de amor y renuncia. Ella, envuelta en un manto de nubes copiosas y propensas a la lluvia, abrió los ojos. Miró la puerta, el techo, la ventana cerrada que parecía una cárcel con sus barrotes negros o una tumba sin flores. No reconocía el lugar. Quiso mover una mano, pero la sentía débil como sus brazos y piernas. La cama, ese pequeño rectángulo, aprisionaba sus huesos y tenía la triste sensación de que se hallaba en un ataúd de madera de paraíso, lejos del mundo y de la vida, cautiva del mutismo más aterrador y de la soledad sin retornos.
Pensó que eso era la muerte y se desilusionó…
No la imaginaba así sino como algo bello por donde se podría deslizar su cuerpo liviano y etéreo, un pájaro de alas enormes que se enfrentaba al viento y a las borrascas, que podía desafiar a una naturaleza enemiga y a los sueños más deseados. Ver a otros seres en la infinitud, rozarlos con la punta de los dedos o abrazarlos con la energía de las llamas: madre, padre, tíos, hermanos… ¿hijos?
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LOS DÍAS SEMEJANTES
Por los caminos de agua...