En Argentina, ya existían modelos de vehículos más actualizados que el que patentó Carl Benz. Melanie y François no tardaron en adquirir un cadillac (1903) que no podía circular a más de catorce kilómetros por hora, con capota negra cuyo chirriar de grillo divertía a sus hijos y vecinos. Todos querían conducir el nuevo aparato que parecía ser un robot sin gobierno; sin embargo, no era fácil moverlo de su sitio.
La calle parecía más atractiva mirada desde arriba de ese
sofisticado auto que podía andar mucho tiempo sin cansarse. Los matungos
cansinos que tiraban de coches y carros miraban con su rostro moreno ese tranco
sencillo y lo veían, quizá, como a un príncipe que se llevaba el encanto de la
concurrencia. La gente pensaba que jamás se pondría de moda porque era un
artículo de lujo para algunos que no sabían en qué gastar el dinero.