En
silencio, preparó la carreta vieja y ató los bueyes. Parecía enojado con la
vida. No quería hacer semejante desaire a un hombre como el patrón. La culpa lo
martirizaba. Le escribió unas líneas como pudo porque sabía poco de escritura.
María también había dejado una esquela en su cuarto para sus padres, tratando
de explicarlo todo y pidiéndoles que no la buscaran porque al llegar a destino
se comunicaría con ellos.
María
y Braulio partieron esa misma tarde. Los esperaba un viaje muy largo. Por la
calleja polvorienta, abrasada por el sol, barrida por los surcos que dejaban
los lodazales, marchaba aquel carro con su sepulcral condena y ese miedo que
brotaba de los ojos de María cuando escuchaba algún ruido. Temía que la
estuvieran siguiendo en alguna diligencia más veloz. Braulio sabía que en lo
extenso de aquellos caminos estaban las postas
para descansar y cambiar los caballos o bueyes.
Diseminadas
en la soledad del territorio, expuestas a los ataques, destruidas cien veces y
levantadas otras cien, las postas fueron
como semillas de las nuevas poblaciones.