Aquella noche, la
primera después que regresé de la guerra, entró un murciélago en el cuarto por
la puerta que daba al balcón y desde el que contemplaba la ciudad de Buenos
Aires. La habitación estaba a oscuras, con una débil luz que se filtraba por la
persiana. Yo no le tenía miedo, me quedé muy quieto. Se levantó viento y me
pareció oír a los hombres de la defensa antiaérea hablando sobre el tejado
vecino. Estaba refrescando y se ponían los abrigos. Durante la noche estuve
intranquilo pensando que alguien podría sorprenderme, era el horror todavía
latente. Mamá decía que todos dormían y trató de calmarme. Me acarició para que
pudiera conciliar el sueño. Eso me daba tanta quietud. Las madres transmiten
paz. Cuando desperté, por la mañana, me asusté, pero ella vino con unas
galletas y una taza de chocolate. Tenía hambre. Armandito me miraba en silencio
desde la puerta. Sé que quería correr a darme abrazos y besos, pero mamá le
dijo que no me molestara y que ya tendría tiempo para demostrarme todo el amor
que sentía.
Cuando salió el sol, yo
tenía el termómetro en la boca y se aspiraba el olor a rocío de los tejados. Me
sentía aturdido por la fiebre repentina y por un zumbido que se colaba por mi
oído izquierdo. La pesadilla quería quedarse entre mis huesos para someterme
una vez más, pero no pudo. Igual me quedé en la cama, me sentía solo, pero
estaba seguro, en casa, con mis padres. Todo había terminado. Ya no más
fusiles, ni bengalas, ni gritos, ni bombas. Adiós a Hellen también…
De repente, alguien
avanzó por el pasillo y se detuvo frente a mi cuarto. Era el cura. Allí estaba,
pequeño, con su cara morena y me miraba lleno de compasión.
−¡No! –grité y luego me
desmayé.
*