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Sola (Cap I. 2da parte)

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Milagros tenía diez años por aquel tiempo.

Solía recorrer los salones de la amplia casona, sus torres; tenían olor a claustro y le causaban temblores, pero la torturaban más los murmullos y los pasos. De improviso, sentía aroma de fogata, y el perfume de las huertas se mezclaba con los encajes que parecían cargados de nostalgias.



Milagros Correa Viale era una joven, igual que Felicitas, de una elevada clase social, pero entrar a la residencia de Carlos José Guerrero era otra cosa.

El sol se escondió y un halo de sombras, susurros de palomas, y lamento de murciélagos, se adueñaron de la ciudad. Las lámparas estaban encendidas. Alguien rezaba e iba de un lado a otro de las habitaciones.

−Nos vamos –dijo don Aurelio y saludó con la mano a Carlos Guerrero y se quitó el sombrero para despedirse de su esposa.

−Ya es casi una señorita –dijo la señora Guerrero y le tocó la cabeza a Milagros.

−Sí, ya tengo que ir pensando en ciertas cosas. Usted me entiende… −digo por lo del casamiento de su hija con Martín de Álzaga.

−Hay que estar atentos.

−Adiós.

Milagros no entendía mucho esa conversación delirante. Para ella el casamiento era una bendición de Dios, muy romántica, mágica, y soñada. Para los otros parecía ser un trámite. Así lo entendió al pasar, como niña que era, pero inteligente. Ese mundo la hacía ver sombras, sospechar de negocios oscuros. Muchas veces se quedaba arriba del carruaje cuando don Aurelio, su padre, los visitaba. Entraba y salía rápido, en menos de media hora. Eso bastaba.

−Qué bonita es Felicitas, ¿no? –le preguntó a su padre que parecía preocupado y ocupado en otra cosa.

−Sí, muy bella, por eso hay que protegerla.

−¿De qué?

−De los que buscan dinero ajeno para su “propia cosecha”.

Milagros no entendía nada de cosechas y de sembrados. ¿Qué había querido decir?

“No importa. Los grandes sólo hablan de negocios y de arreglos. No miran al lado. Ni siquiera piensan que alguien puede estar acumulando información para después”, pensó la niña antes de llegar a la casa.

−Desciende del coche que yo debo seguir a una cena de caudillos en el centro.

−Está bien.

Milagros bajó y la criada, que estaba cerrando las rejas y tratando de encender un farol, la recibió con un abrazo.

−¡Qué hacen! –rezongó la madre de Milagros que vio la escena. Una demostración de afecto con una empleada no era bien vista. Demasiada confianza no tenía sentido.

−Perdone doña Dolores. No volverá a ocurrir. Es que la niña es tan dulce. Me emociona verla tan callada y sumisa. Parece un ángel.

−A veces, es un pequeño diablillo. Vamos que ya está la cena. ¿Y tu padre?

−Se fue a una tertulia de gauchos.

−¿De gauchos?

−Bueno, algo parecido. Tú me entiendes.

−No. Él nunca me dice dónde va y después quiere dar órdenes y manejar la familia y la casa. Los hombres son tan arbitrarios y machistas.

−Algunos –contestó la criada.

−¡Por favor, todos!

−El padre de Felicitas Guerrero organiza las vidas porque tiene poder –dijo Milagros.

−¿Para qué? –respondió Dolores−. ¿En dónde aprendes esas cosas?

−Porque soy muy observadora, nada más.

−Eres una niña. Tu padre tiene la culpa de llevarte a esos lugares que no son para una jovencita. Escuchas lo que no debes.

−Tiene una barba que da susto.

−¿Quién?

−El papá de Felicitas. Pobre.



Milagros se reía de la barba de Carlos Guerrero como si fuera un payaso de circo, pero le daba miedo. Aquellos ojos negros querían comérsela cuando ella observaba los movimientos de los labios para descubrir en qué ardid andaban su padre y él. Era tan astuta y delicada, tan observadora y delirante. Le gustaba escuchar detrás de las puertas las conversaciones de los grandes. Siempre alerta. Sabía todos los detalles: las salidas, los casamientos arreglados, los deslices de las criadas, el vestido que se copiaban las aristócratas de la época. Quería crecer, ser grande, para vivir, para salir de esa jaula dorada en la que se hallaba presa. Necesitaba volar igual que los pájaros o como Felicitas Guerrero, aunque sospechaba que no iba a ser feliz. Tal vez, necesitaba huir también de ese novio viejo que le querían imponer a la fuerza y que no era más que un caprichoso anciano con las cejas encrespadas, lleno de manías, irrespetuoso y soberbio.

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SOLA
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