De niña soñaba con ser escritora.
Recuerdo que mis primeros cuentos los escribí a los ocho años. Luego, cuando los tenía terminados, les hacía tapitas de cartulina y les ponía un moño. Y así iba teniendo mi pequeña biblioteca personal.
Invitaba a mis amigas para leerles las historias.
Yo me sentaba en un sofá y ellas en el piso frente a mí. Recuerdo que una de mis amigas, aburrida de las historias que para mí eran obras de arte, se quiso levantar. "Me voy", dijo.
Oh... yo le puse la mano en el pecho y la senté en su sitio. ¡Cómo se iba a ir! Tenía que escuchar mi maravillosa obra.
Más tarde, les quise enseñar a escribir, pero ya no quisieron y huyeron... Es que yo creía que mi pasión podría llegar a ser la de ellas, que sentirían lo mismo. No entendía que la escritura es una labor solitaria. Lo supe con el tiempo y con el rechazo, entonces ya no quise ir con ellas a compartir actividades diversas. Lo mío era quedarme a leer pilas de libros.
Amé cada palabras y cada novela, cuento o poema. Fueron y son mi sostén, mi energía y la esperanza. Para mí no es trabajo investigar, leer, armar ficciones... Es felicidad.
Desde ya les agradezco a quienes leen (pocos) mis libros. A los que los compran en papel los abrazo apretadamente a la distancia con un agradecimiento mayúsculo y eterno. Sé que voy con ellos a recorrer distancias. Gracias mil gracias por tanto, por todo.