Manuela era una mujer sumisa que parecía niña. Cuando la conocí pude ver su inocencia tras ese velo que, como los ángeles, parecía diáfano.
Tenía demasiado amor para dar, pero se ocultaba tras las oraciones buscando el refugio, sus alas extraviadas. Y no sabía cómo resolver los problemas, tampoco buscaba salir de ellos...
Entre sus gritos silenciosos se acordaba de buscar flores para el retrato de la niña, esa locura de amor la aferraba a las cruces y a los campanarios que sonaban a las siete de la tarde.
Preguntaba...
Tenía miedo de sufrir por el presente y el futuro. Por eso se escondía entre los salmos, por eso no quería escuchar reclamos, ni palabras demasiado fuertes porque aturdían su silencio.
Pensaba en la muerte súbita, en la libertad y los secretos, en el sillón de su madre y en sus hijas solteronas. Las quería así... fuera de todo peligro.
EL SILENCIOSO GRITO DE MANUELA
El tema: el miedo a sufrir, a crecer... El miedo a la libertad de los otros, a perderlos y a no verlos más. Prefería las sombras de los cuartos, el frío de la iglesia, que sus hijas fueran niñas siempre-como ella-para que no se alejaran y corrieran peligro.
¿Se puede ser tan egoísta?
Los hijas ya no eran de ella, habían crecido y querían volar, pero Manuela les cortaba las alas, las pocas esperanzas; entonces se abandonaban a las plegarias. Letizia con los eternos misales, entre enfermedades psicosomáticas y llantos, y Encarnación con las ficciones y escapadas a escondidas de su madre.
Manuela no tenía carácter, pero desde su pasividad las manejaba como quería... Era dulce y entregada, amorosa como ninguna, silente y devota. Con su peculiar forma de hablar decía lo que sentía y esperaba porque sabía que todos y cada uno obedecían sus caprichos. Parecía débil, pero era demasiado manipuladora: con el amor y los abrazos, con las recomendaciones.
Eternamente Manuela.
La recuerdo con mucho cariño. Me quería y yo a ella.
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