“¿Quién vivirá allá arriba en esa soledad”, pensó trepado al árbol de pomelo.
La vegetación era escasa por la llegada inminente del invierno que ya parecía helar la sangre a esas horas de la noche. Es que la anciana no era de esos viejecitos que se duermen temprano para levantarse con el alba. Ella trasnochaba porque le gustaba escuchar los sonidos nocturnos y mirar hacia la casa hasta que todas las velas dejaran de brillar. Era un juego para ella que estaba aburrida y que no tenía vida propia. Alguien le había arrebatado los años y había puesto el cerrojo a sus palabras.
Tadea cruzó sigilosamente el patio-jardín cubierta por un rebozo. Ese atuendo era usado por las sirvientas y la gente de color, todas las negras lo llevaban. Cuando hablaban con sus amos, con alguna persona de respeto o cuando iban a dar un recado se descubrían y bajaban el rebozo sobre los hombros. Ese tapado era de bayeta, con mucha frisa.