Manuela divagaba porque no podía ocultar el idilio que tenía con su amada hija pero tampoco deseaba cruzar la reja porque sus huesos arrojaban frío. Sabía que en el fondo de la sombra estaba la tempestad, un demonio que no entendía de bendiciones y con quien tenía que luchar hasta dejar la última gota de sangre. Por momentos, creía ser tan omnipotente como Dios pero luego caía en el silencio que da la incertidumbre con su oleada de presagios. Ella era la niña que necesitaba abrigo porque el espejo no tenía cara para enfrentar sus arrugas.
Manuela llevaba sobre sí la lucha encarnizada con los miedos desde tiempos inmemoriales; cada día era una prueba que tenía que padecer con sus enrarecidas ideas, con las vírgenes y los santos andaluces. Ella jamás creía que estaba a salvo de ser sacrificada aunque su mayor dolor no era su propia muerte sino la de los seres queridos.
El silencioso GRITO de Manuela