Hellen era muy blanca y de ojos profundamente azules como el océano en algunas regiones idílicas, era un sueño en medio de la tempestad, un huracán de abrigo para tanto dolor y la pócima necesaria para soportar un día más. Tenía el pelo canoso a pesar de su juventud. Eso la hacía única a los ojos de cualquiera. Era el personaje de una novela bien escrita y el soplo de aire que les hacía un guiño a esa pesadilla en la que, por un capricho del destino, se hallaban inmersos.
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Hellen, sin quererlo, también combatía y parecía no tener tanto miedo. Los niños, sus hijos, tenían las mejillas rojas; eran patagónicos porque salían sin ropa con temperaturas bajo cero. Estaban curtidos por ese frío que ya no los hería. Es que no conocían otra cosa.
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−Lindos los pingüinitos –dijeron los soldados entre risas al verlos tan alegres y despreocupados. Eran niños, sólo niños, que no reparaban en la historia y sus mandatos, ni en las balas y misiles. Tal vez, estaban jugando con esa realidad que no alcanzaba a rozarlos porque la inocencia no se da cuenta del peligro.
(Novela inédita)