Gracias madre por enseñarme a ser valiente, por dejarme crecer sola como yo quería, por darme todo y más para ser feliz. No necesitaba mucho, sólo lápiz y papel. Siempre valoré los afectos porque eran pocos y había que cuidarlos porque sabía que alguna vez ya no los iba a tener. Quería guardarlos en un arcón dorado para después, para que la soledad no me dejara su frío, su madurez de escarcha, pero no era posible porque el reloj detenido empezó a marchar y ya no quería oírlo. Me daba miedo.
Me colocaba el antifaz para no ver la vastedad del territorio porque era vulnerable. Jugaba y reía para ocultar siempre mis dolores, las carencias, el temor... que no era tanto, pero que parecía irreal a esa edad.