De niña siempre iba al campo.
Yo decía, desde tiempos inmemoriales, que estaba poblado de almas, aquellas que buscaban su lugar: en la higuera, entre los jacintos y los cañaverales, bajo el ombú...
Y la tierra arada me veía pasar con los ojos casi cerrados porque me dormía con una muñeca en brazos.
Después, cuando mi padre arreaba las vacas negras, yo me tapaba el rostro con las manos porque sabía que se las llevaban...
Había melodías de pájaros entre los surcos, carretones de abuelos y viento filtrándose entre las grietas cuando el molino murmuraba como caballero andante.
¡Cuánta soledad!
Hoy esos mismos campos tienen un alma querida porque alguien llamado Melanie decidió que sus cenizas debían descansar allí.