A dos puertas de la esquina, a mano izquierda, la avenida se interrumpía por un callejón sin salida. Un edificio de construcción misteriosa proyectaba un tejado triangular. Tenía dos pisos pero el frente carecía de ventanas. La vivienda se hallaba abandonada, despintada y reseca, sin campanilla ni picaporte. Los mendigos se cobijaban en el portal y encendían cerillas en la pared. Así vivía Harry Cooper y su hijo Alan. La esposa de Harry los había abandonado al ver la desidia de su esposo. Amber Thomas era pianista y vivía en Francia, en la ciudad de Grez.
Mark se recostó y una sombra de melancolía le endureció el rostro. ¿Qué había hecho mal?
‒Es triste llegar a viejo‒dijo como en murmullos pensando que todo el dinero del mundo no le servía para alcanzar la felicidad y menos la paz interior. Pensó también en su hijo Harry, quien no tenía escrúpulos; sin embargo, él se quedaría con parte de su fortuna. No podía soportarlo. Escuchó voces que llegaban desde la sala. Bajó las escaleras con su bastón, el que solamente utilizaba por elegancia y se encontró con la mesa servida para el té por su amada Violet. Habían llegado de visita su hija Rebeca y el esposo Wilson Taylor.
‒Padre… ¿Cómo está?
‒Bien, igual que siempre. Me duelen un poco los huesos. Es que no acepto mis ochenta años. He sido tan activo toda una vida. Me cuesta quedarme quieto esperando noticias.
‒Es que debes cuidarte para vivir mucho más. ¡Te quiero tanto!
‒Sí, hijita, lo sé‒respondió Mark y la abrazó con inmenso cariño.
El anciano notaba algo raro en el semblante de Wilson, cierta melancolía, tal vez congoja.
‒Tomemos un té. ¿Pasa algo?‒preguntó Mark frente al mutismo y a las miradas de desconcierto‒. Una cosa es reprimir la curiosidad y otra vencerla. No me asusten.
‒Bueno, querido suegro, hay una noticia que debe saber. Vinimos a contársela pero no queremos que se angustie, que le haga mal, debe tomarlo con calma.
Wilson tenía los ojos nublados y caminaba de un lado a otro de la sala envuelto en un silencio de crepúsculo que lo adormecía y lo invitaba a la reflexión. Rebeca temblaba y su pelo colorado parecía perderse entre los pliegues de los volados de su chaqueta. Estaba pálida, demasiado.
Violet se acercó con una bandeja de masitas y de merengues pero ella no quiso comer.
‒No, gracias‒exclamó levantando su mano enguantada.
‒Rebeca está enferma‒dijo, de repente, Wilson‒. Necesita hacer un tratamiento cruel en unos meses. Siento tanto decir esto…
‒¡Qué! ¡Es tan joven! ¿Qué tiene?
‒Padre, no se preocupe, usted lo dijo… Soy joven y podré salir adelante. La ciencia avanzó mucho en estos tiempos y las células malas, ante el tratamiento, pueden revertirse y ceder. Sólo queríamos que lo supiera porque venimos a proponerle algo que tal vez le agrade y me responda que sí.
‒Después de semejante noticia, nada puede ser mejor ni peor‒respondió Mark y sacó un pañuelo para secarse los ojos y limpiar los lentes empañados por un dolor que le perforaba la piel. Su querida Rebeca no podía tener la misma enfermedad de Sarah; sin embargo, todo resultaba ser demasiado obvio.
¿Cuál es el límite donde sostener las cargas se hace, en la medida de las fuerzas, insoportable?
La vida lo volvía a colocar en el lugar de padre sostenedor, de muro que abriga, cuando él ya no podía con su cuerpo tembloroso y frío. Guerreaba contra los años y la ausencia de Sarah, el gran amor, y ahora Rebeca, tanniña, le pedía valor. Es que lo veían fuerte, un hombre que había peleado y conquistado, que nunca se había dejado doblegar por las circunstancias ni por el destino. Mark no era valiente; estaba demasiado abatido, pero sabía que debía contener a su niña porque la amaba. Nunca imaginó esa cachetada infame, pero entendía que podría revertir la situación buscando a los mejores médicos. Para eso sí servía el dinero.
‒Yo pienso luchar, hija querida. Te ayudaré. ¿No es cierto?‒le preguntó a Wilson, quien permanecía mirando la bruma gris por el ventanal.
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