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La última mujer (Cap I Fin de la Belle Époque-1era parte)

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I

FIN DE LA BELLE ÉPOQUE


Inglaterra, marzo de 1912


Mark Cooper no se separaba nunca de su maleta o baúl. Si debía dejarla en la casa por alguna razón la ocultaba en un lugar secreto. De noche, la colocaba sobre un sofá junto a él y de allí la observaba mientras leía. Más tarde, se dormía mirando en esa dirección con demasiado afecto; era una especie de custodia que lo obligaba a negociar con su propio yo. Él decía que escondía un tesoro y así se lo hacía saber a la familia.

Su esposa Sarah había fallecido hacía tres años y tenían dos hijos: Harry y Rebeca. Mark era un opulento anciano de negocios y su fortuna era cuantiosa. Si bien había repartido algo de las propiedades entre sus descendientes, luego de la muerte de Sarah, Harry y Rebeca se mantenían al margen de los pasos de su padre. Es que Mark era celoso de sus bienes y conocía demasiado a Harry, quien había dilapidado lo que le correspondía en el juego.

Alan Cooper, su nieto, hijo de Harry, creció escuchando la historia de la maleta secreta y la insistencia del abuelo de no abandonarla nunca. Pensaba que llevaba joyas, por eso no se desprendía de ella.
‒El tesoro más grande está aquí dentro‒solía decir Mark y nadie se atrevía, por temor, a preguntar nada porque sabían que guardaba dinero en los armarios o debajo de las baldosas de la habitación como los viejecitos mezquinos. Un dinero que con los años perdía su valor. A la par, tenía una caja fuerte que si llegaba a morir nadie iba a poder abrir porque no sabían la clave.

Mark se mostraba hosco y con un carácter fuerte que lo transformaba en un hombre de temer, imperturbable y áspero. Lo era más desde el fallecimiento de su esposa. Casi ni hablaba, sólo daba órdenes. Se sometía a sus propias leyes acartonadas sin importarle los combates familiares, la salud de Rebeca, su hija, o el padecimiento de su nieto Alan. Demasiado egocéntrico, el mundo empezaba y terminaba en las cuatro paredes del cuarto donde tenía un escritorio para atender desde allí a los empleados de sus tantos negocios. Extrañaba a Sarah, su compañera. La vida, por momentos, parecía no tener sentido.




‒Abuelo, necesito dinero.
‒Tú no piensas en estudiar o en trabajar. Yo soy ingeniero civil; podrías intentar con esa carrera o con leyes. Te voy a buscar un puesto en la constructora de faros. Eso de pedir y no hacer nada no es digno de un Cooper. Y tu padre… ¿No te pone límites? Siempre fue un rebelde.

‒Mi padre no tiene un peso.
‒Yo, muy joven, recibí una medalla de la Sociedad de Artes de Edimburgo por mi trabajo en las técnicas empleadas para las luminarias de los faros.
‒Tengo mala salud‒comentó Alan apesadumbrado.
‒Oh… No soporto oír semejante tontería.
‒Necesitaría ir a Francia en busca de climas cálidos.
‒¡Toma el dinero y vete! ¡Basta ya! Tantas necedades me superan… ¡Soy un anciano! ¿Lo sabes?

‒Sí‒murmuró Alan y miró de reojo, antes de salir del cuarto, el baúl de Mark que permanecía sobre el sofá de terciopelo verde.
Alan se fue contento por un camino que conducía a los barrios más populosos de Londres. Las fachadas y los escaparates se mostraban a lo largo de la calle y los vendedores sonreían a los paseantes que no dejaban de admirar sus encantos.



La última mujer, de Luján Fraix

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