Cada temporada los guantes adquieren más notoriedad. La mayoría nos acordamos de ellos por el frío, pero la estación ya no importa a la hora de incorporarlos como un accesorio más.
Si bien se cree que los guantes ya se usaban en la prehistoria, la leyenda que dice que nacieron cuando Afrodita se lastimó las manos con espinas persiguiendo a Adonis por el bosque, y las tres Gracias se las cubrieron con tiras que adaptaron a sus formas para calmar su dolor es más romántica.
En el siglo IV, para los caballeros el guante era un artículo de lujo, símbolo de elegancia y distintivo de casta, la tradición y la etiqueta no permitían su uso a las mujeres que debieron esperar hasta el siglo IX para lucirlos.
Parte indispensable del vestuario, se han confeccionado en todo tipo de materiales: terciopelo, seda, encaje, gamuza, conejo, cordero, cabritilla, marta, nutria, lobo, zorro, liebre, ciervo y búfalo, engalanados con botones, puntillas, bordados, perlas y piedras preciosas. Perfumados con aceite de jazmín, ámbar y rosa, se convirtieron en piezas imprescindibles. Cuando en 1400 se empezaron a alargar hasta llegar al codo, nadie pudo resistirse a ellos.
En el siglo XIX la moda les impuso variaciones en su longitud, color y material. Se consideraba que una dama no estaba completamente vestida si no los llevaba, y más allá de lo estético, formaban parte de una rígida etiqueta social.
Las señoras los tenían de todos los colores y para toda ocasión, ya que debían ir a tono con el vestido. En las revistas de moda se aconsejaba su uso: "Lo mismo para vestir, recibir en casa, que para hacer visitas, se usa con preferencia el guante claro."
Desde que su uso se volvió más ornamental que necesario,
renovó su notoriedad en los casamientos:
largos cuando se presume de formal,
cortos estilo años 50 para festejos más ligeros y espontáneos.
Cuando más larga sea la manga
más corto debería ser el guante, ya que es inaceptable
que quede por debajo de ésta.
Gabriela Gasparini