Nadie podía trazar la ruta de los mares, estaban expuestos a los designios de alguien superior, pero no lo sabían… Había demasiado espacio, tal vez eternidad en esos corazones dormidos a ras del viento. No podían resistir a los embates de los planes; se terminaba el invierno o la primavera, los años de combate y los sueños impensados. Esa fuerte torre invulnerable ya no necesitaba de mapas y rutas y aparecían vestigios de azucaradas magias: la tibia caricia, el abrazo matutino, la taza de café, el olor a libro, las glicinas con sus brazos violetas, los guardianes del abuelo Mark… Todo el cielo en una sola película.
Román y Beatrice, los hijos de Amy y Carl, jugando con sus abuelas.
‒¿De qué color es la primavera? ¿Cómo llega el sol a alumbrar? ¿Papá y mamá?
Y los fantasmas familiares aquietados: la manta de Violet, la música del leño, la voz de Rebeca entre la nieve con Harry, su hermano, en la guerra por armar muñecos. Mark y Sarah abrazados mirando pasar los años frente a la luz irisada de los cristales. Y aparecía Alan exprimido por su melancolía a gritar frente a las ventanas; pedía, reclamaba… ¿Qué? Amor, el que tenía y no le alcanzaba.
Del azar
tomó cuatro palabras
las puso de corral
contra los vientos
y esperó una vida
que el infinito
quedara dentro.
F.Aldana
LA ÚLTIMA MUJER