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LICIA-Hermana mía (Cap I En tiempos de Voltaire 3era parte)

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El domingo siguiente, bautizaron a Celine. Los padrinos fueron Sofie, hermana de Rosalie, y Honorato, un amigo de Antoine compañero de trabajo, hijo de un cirujano director del hospital municipal.
El templo tenía una nave, varios pasillos y un altar elevado en el ábside al extremo oriental para que los feligreses miraran en dirección a la tierra del nacimiento y la crucifixión de Jesús. Los modelos usados por la iglesia de tipo Bizantino fueron el diseño en cruz griega, compuesto de cuatro brazos de igual longitud y de planta centralizada. A partir del siglo XI, en el norte de Europa, se usó el diseño en cruz latina, con un brazo más largo que los otros tres; en éste se situaba la nave central, sobre la intersección se colocaba una cúpula o chapitel.

Había varios sacerdotes que pulsaban sus liras, arrancándoles acordes casi imperceptibles y en los intervalos se oía el tintineo de la cadenita de oro que llevaba Celine, regalo de su madrina Sofie.
La niña era especial. La misma luna la había bañado con su palidez de nácar y una esencia divina la envolvía con un velo sutil. Sus pupilas parecían mirar lejos, más allá de los espacios terrenales. Entre sus ropas llevaba un broche con una lira de ébano.
‒Habéis visto sus hermosos ojos bajo sus cejas, son como estrellas‒le dijo Honorato a Antoine en el templo.
Cuando ella apareció frente a los creyentes palidecieron las antorchas.
‒Es bella pero no santa.
‒Tiene un halo de luz que oscurece las miradas.
‒Es simplemente una niña, hija de padres honestos y sencillos que trabajan para vivir y que no tienen demasiadas ambiciones.


La claridad del sol se elevaba a ras de los techos y sobre la urbe. Los vidrios esmerilados del templo irradiaban fulgores como gruesos diamantes. Antoine, humilde de alma, sentía que lo trataban como el progenitor de una princesa que acababa de recibir los sacramentos. Celine era un soplo de aire fresco, una criatura demasiado etérea, pero no se trataba de un ángel caído del cielo.

La calidez de ese día penetraba a través de las hojas de cristal y llegaba luminosa y pacífica a los corazones de los presentes. Antoine se esforzaba por alejar de su pensamiento las formas, los símbolos y la identidad de los dioses, a fin de comprender mejor el espíritu inmutable que ocultaban las apariencias. La vitalidad de los planetas se filtraba en él como aguja de acero. Cuando se levantó lo embargaba una vulnerable misericordia y, como aquella atmósfera le oprimía el pecho, salió a la calle. Sentía que le faltaba oxígeno.

‒¿Qué os ocurre, amigo?
‒Nada, creo que hace mucho calor allí dentro.
‒Demasiada gente; es que son muchos los niños que reciben las aguas bautismales.




María Teresa, la madre de María Antonieta, resultaba ser una persona abrumadora que hacía sentir a sus hijos desolados ya que no se ocupaba de ellos como lo haría una mujer sensible que amaba a su familia. Intentaba parecer fría y calculadora a los ojos de los demás. Sus hijos no despertaban sus instintos maternales por más que María Antonieta multiplicase los mohines de niña frente a las doncellas. Ellas festejaban aquellos aires de nobleza en su cuerpecito ágil como quien ve algún tesoro escondido, pero María Teresa sospechaba que su hija sería toda una simuladora.

La emperatriz no tenía tiempo para perder en cosas triviales. Se levantaba muy temprano en invierno o verano. Los niños no tenían un lugar en su entorno y pasaban de manos de las institutrices a las de las nodrizas. Cuando recordaba que tenía una familia los mandaba a llamar para censurarlos por alguna tontería; era una verdadera déspota doméstica. Absolutamente todo pasaba por sus manos y debían doblegarse ante su voluntad. Los súbditos vivían cumpliendo órdenes sin tener idea clara de las cosas porque sabían que debían obedecer. Sus hijos no podían superar la tristeza y la soledad a la que eran sometidos. María Teresa, una madre abusiva, era dichosa por momentos y mártir cuando le convenía.

María Antonieta fue dotada con el poder de la seducción pero la astrología la ubicaba en el lugar de la fatalidad entre los planetas negativos: Marte y Saturno. Ella, a pesar de su precocidad, practicaba el arte de agradar de manera innata.



Rosalie, madre de Celine, era una mujer simple que entendía cuáles eran sus deberes de esposa y de progenitora. Se preocupaba por sus hijos, especialmente por la pequeña que siempre buscaba refugio como un pájaro herido bajo sus alas. Ella dejaba escapar su corazón para que se perdiera como el humo entre la espesura de las alamedas. Era consciente de su dispersión porque algo la preocupaba: su embarazo. Aquellos nueve meses de espera fueron confusos porque se sentía extremadamente frágil y extraña como si un batallón de vidas le estuviera bebiendo su sangre. El peso del cuerpo le perforaba el alma y no podía entender a qué se debía tanto desconcierto. Su cabeza, pesada, solía vaciarse de entendimiento y cuando reaccionaba escuchaba voces de niñas que la arrullaban igual que palomas azucaradas. Luego oía que corrían y saltaban felices en un jardín alpino, rodeadas de placeres y de dicha. Un sueño que la despojaba de razonamientos lógicos. ¿Eran alucinaciones febriles? No lo sabía.

Su realidad era Celine, la niña buena que la miraba incrédula desde su cama de hierro con demasiada curiosidad o con el propósito de reprenderla. La pequeña ya sabía lo que su madre pensaba y lo atesoraba en su memoria para después…
‒Me dijeron que el sacerdote que bautizó a Celine, el padre Achille, falleció al otro día de la ceremonia‒dijo Antoine.
‒No puede ser si era un hombre joven.
‒Sí, de muerte natural.
‒¡Dios mío!






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