Él la miró perturbado por un raro sentimiento. No podía creer que aquella niña le gustara tanto. Todavía no había olvidado sus modales groseros y el desprecio que tuvo que soportar la noche de presentaciones.
‒¿Tú sigues siendo una vagabunda?‒le preguntó con picardía.
‒Ahora soy señorita fina, ¿no se nota?
‒No‒contestó Raúl.
Entre las sementeras y los cañaverales, se filtraban los arrullos de palomas. Se sentaron sobre una piedra; el aire traía la inquebrantable sensación de culpa pero era obvio que a Felicitas ya no le importaban los riesgos ni los códigos de su madre. La emancipación había llegado para ella porque había crecido. Lo sentía así desde aquel día de la cena cuando desafió a todos los presentes con su capricho de niña rica.
‒¿Por qué me escribes tantas cartas?
‒Porque me gusta hablar contigo, a la distancia, aunque sea a través de un frío papel.
‒Tú sabes que nuestros padres organizaron el encuentro.
‒Sí y me apena pero así piensan ellos, son de otra generación. Resuelven el tema amoroso de los hijos intentando casarlos con amigos de la familia y hasta con primos.
‒¡Qué horror!
‒Creo que no se detienen a pensar en los sentimientos‒dijo Raúl acariciando un mechón de pelo de Felicitas que le caía, rebelde, sobre el hombro izquierdo.
Ella se estremeció al contacto de su mano y se puso de pie.
‒Perdón‒dijo él turbado por la situación‒. Ella lo volvió a mirar a los ojos con ansiedad…
Al rato…
‒Debo irme porque ya es casi mediodía y se van a dar cuenta de que falto de la casa. Espero que Antonio no se lo haya contado a mi madre‒dijo acomodándose la ropa.
‒¿Antonio?
‒El capataz.
Raúl sintió un lacerante temblor en su pecho. Los celos lo estaban dejando al descubierto con intenciones de delatar un cariño que empezaba a nacer en su corazón.
‒Adiós, nos veremos pronto‒dijo Felicitas y huyó con su caballo por la calle estrecha entre los álamos y su aliento de sombras.
Era indudable, que la influencia de doña Emma aparecía para enturbiar los ánimos. Demasiados códigos para expresar el amor parecían absurdos a los ojos de Raúl que, a pesar de que le gustaba demasiado Felicitas, pensó que como novia no le convenía.
Y entonces, por cobardía o por necesidad, por ese incalificable sentimiento que nos arrastra a las más insólitas acciones, Raúl se dejó llevar hacia la casa de doña Emma a quien encontró en el patinillo. Estaba vigilando a unos peones que hacían girar, con grandes esfuerzos, la rueda de la máquina de fabricar agua.
‒¿Qué lo trae por aquí Raúl?‒dijo asombrada por la visita.
‒Necesito hablar con su hija.
‒¡Remedios, llama a Felicitas!‒gritó doña Emma.
‒No está‒dijo la criada.
La niña, después de escapar en su caballo por aquellos caminos con aroma a sándalos, no había llegado a La Candelaria.
Raúl sintió que se había metido en un lío mayor cuando todos empezaron a buscarla sin hallar sus rastros. Llegó la noche. El reflejo del farol, que se balanceaba en el patio, sobre la copa de los árboles frutales, al penetrar en el interior de la casona por las cortinas dibujaba sombras en aquellas desconsoladas almas. Doña Emma, transida de tristeza, temblaba bajo sus ropas y sentía cada vez más frío. Felicitas había desaparecido y las horas se tornaban interminables.