Doña Emma ya no entendía nada. Vio a su hija mirar de costado, como escondiéndose, al hijo de don Simón o le parecía a ella.
‒¿Qué estás planeando?
‒¿Por qué?
‒A mí no me engañas. Esos ojos brillantes, esa mirada… ¡Vamos que soy tu madre y te conozco bien!
‒Nada, son cosas mías.
Felicitas no quería admitir que Raúl le resultaba un hombre apuesto y educado. Lo imaginó peor aquella noche. Él le enviaba cartas a través de Jeremías, ella le respondía a escondidas de la familia. ¿Quizá, se estaba enamorando?
Atilio llegó al galope con su caballo percherón y encontró a doña Emma acomodando un baúl con trastos de cuando sus hijos eran niños.
‒Veo que la tierra está sufrida. La sequía es el verdadero riesgo; se ve que hace mucho que no llueve.
‒Como tres meses después de una inundación que casi se lleva toda la cosecha‒contestó doña Emma‒. Tú sabes que yo lo que sé del campo me lo cuenta Gabino, el administrador. Los papeles se los pides a él.
‒Los chacareros somos tercos como mulas y si en un año el tiempo nos castiga, al otro le damos batalla.
‒Así me gusta, hijo. La gente que siente pasión por la tierra da hasta lo que no tiene por el amor al suelo. No sabe de vacaciones, ni de Navidad… Es fiel, como lo fueron nuestros queridos antepasados.
Una mirada negra, indígena, parecía observarlo todo desde la historia. Era como el reflejo de una fogata que llegaba a través de las aguas de un río.
Buenas y Santas... Los hijos olvidados.