‒Sí… eso comparto‒contestó doña Emma mientras seguía ocupada con el tejido.
‒¿Usted cree que la niña Felicitas está perturbada por ese recuerdo?
‒No sé, porque también hablamos del hijo de los Neder.
‒Tal vez, la niña piensa que quieren que se case con él obligada.
‒¡Qué ignorante eres! Obligada no es la palabra sino enamorada.
‒No. El amor es otra cosa. Se siente muy dentro cuando el corazón se acelera, la respiración se corta y…
‒¡Eso es como la muerte, mujer!
‒No, patrona‒dijo Remedios suspirando‒. Cuando uno se enamora no puede vivir sin él, quiere desvanecerse en sus brazos, necesita sentir el calor de su cuerpo y el latir de su pecho y…
‒¡Ya! Deja de hablar bobadas.
En ese tiempo, el amor y el sexo ocupaban gran parte de los pensamientos de Remedios. Solía perseguir a Antonio, el capataz, por las caballerizas.
‒Tú cuídate, yo sé por qué te lo digo‒dijo doña Emma mirando a Remedios por encima de las gafas‒. Los hombres solamente quieren pasar el rato.
El deseo que sentía la criada por el capataz era tan ciego que no veía a su alrededor, ni entendía razones. Eso la volvió imprudente. Olvidó los modales y el decoro de una señorita. Remedios tenía veintidós años y la pasión se le escapaba por el brillo de la mirada.
‒Mucha mujer para el Antonio‒decían los peones con cierta envidia, sin advertir que el destinatario de ese cariño ni la miraba. Para él Remedios no existía porque amaba, en silencio, a otra mujer.
La criada se deslizó por el pasillo que llevaba a los cuartos en la planta alta y escuchó un llanto.
‒Niña, no llore. ¿Por qué no me cuenta qué le pasa? Yo, tal vez, la puedo ayudar.
Felicitas abrió la puerta despacio y dejó ver su rostro bañado de lágrimas.
‒Pasa rápido antes de que mamá nos descubra hablando tonterías a sus espaldas.
‒¿Qué ocurre?
‒No quiero ir a la cena porque mi madre y don Simón se han puesto de acuerdo para que nos casemos.
‒¿Casarse? ¿Quiénes?
‒Nosotros. El hijo de don Simón se llama Raúl. Yo no lo conozco, no lo vi en mi vida. ¿Te das cuenta? Estoy desesperada, no me quiero casar con nadie. ¡No! ¡Si me obligan me voy de monja!
‒Niña, qué dice…
‒Bueno, entonces que no me arrastren a tomar decisiones drásticas. Ve y convence a mamá. Dile que estoy enferma, que me duele todo‒dijo Felicitas y se tiró sobre la cama envuelta en un cobertor con flores púrpuras.
‒Y si es lindo muchacho: atractivo, rubio, de barba de tres días y conversación vehemente.
‒¡No se puede hablar contigo, Remedios! Te dispersas todo el tiempo, te da lo mismo una cosa que otra. Eres cabeza hueca, mujer.
Felicitas era bonita, de pelo oscuro con grandes ondulaciones y unas pestañas largas que destacaban sus ojos tímidos. No aceptaba órdenes, tenía su carácter. Se parecía a su madre. Por eso siempre discutían porque doña Emma se sentía dueña y señora de la voluntad de sus hijos. Quería dominar el destino de cada uno tratándolos como si fueran niños. Es que su temple la dejaba, en ocasiones, sin gobierno. Debía ser más diplomática, pero ésa no era una de sus cualidades.
‒Remedios. Ven acá. ¿Por dónde andas? Te necesito para que me aconsejes.
‒¿Yo a usted?
‒Qué vestido te parece mejor para la cena de mañana. El azul con doble falda de satén bordado o el color uva con encajes en las mangas y broche de perlas.
‒Oh… no sé. Los dos son hermosos. Los trajo de Francia, ¿verdad?
‒Sí, en un viaje.
‒También tienes que orientar a Felicitas, aunque ella tiene un montón de trajes para la ocasión.
‒Creo que la niña no va a ir a esa tertulia.
‒¡Tertulia no, cena!
‒Bueno, como se llame…‒dijo Remedios pensando en qué excusa inventar para ayudar a Felicitas.
‒Dice que no se siente bien. Mire, con todo respeto, no la obligue. Es tan triste ver sufrir a un hijo.
‒Y tú qué sabes si no te has casado y no tienes hijos que yo sepa… Mira, mejor no opines de algo que no entiendes y que nadie te ha preguntado. La vida no es fácil para una mujer sola, soltera y con dinero. Ella necesita protección como la tuve yo. Lástima que la perdí tan pronto cuando mis dos maridos fallecieron de manera súbita.
‒Ella puede encontrar el amor verdadero sin necesidad de apurarse así. Es tan bonita y dulce.
‒Felicitas sueña con las pepas de oro; acá somos todos campesinos y nos conocemos demasiado. Eso es una ventaja.
‒Ella sufre, doñita.
‒Sal de mi vista y ve a amasar el pan. No te quiero cerca con tus chismes.
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